De repente abrí los ojos. Veía mal, muy mal. Quise alargar un brazo hacia la mesilla de noche para ponerme las gafas. Pero ¡oh, horror! Ahí no había nada. Ni gafas, ni mesilla. De hecho, ni siquiera estaba alargando un brazo, sino una aleta monstruosa que empecé a batir frenéticamente, saliendo disparado hacia delante. Aquello me pareció raro. Pues, digo yo, aletear debe ser como remar. Haciéndolo solo con un lado, lo normal sería girar hacia el otro, y yo estaba avanzando en línea recta, por lo que descubrirme una segunda aleta, batiendo en el otro costado, no me alarmó tanto como antes. Eso explicaba mi trayectoria. Dentro de lo que cabe, podía seguir confiando en las leyes de la física. Aun así, había otras cosas que todavía me chirriaban. Por ejemplo, la misteriosa sensación de tener metido un cohete en el culo. Aunque, de nuevo, aquello tenía una explicación de lo más natural. Pegada a mi trasero, tenía una cola que me estaba propulsando como una hélice. “¡Macho, que ahora eres un pez!”, me dije asombrado. ¡Y no veas lo bien que nadaba! ¡Y lo fresquito que estaba! Pero, claro, no todo iba a ser jauja. Enseguida me detuve asaltado por otras dudas. La principal, saber si era un pez grande o, por el contrario, un pez chiquitín.
Intuyo lo que estarás pensando: “te acuestas siendo un hombre, te despiertas convertido en un pez, ¡¿y tu mayor preocupación es comparar tu tamaño con los demás como si esta locura fuera un concurso de pollas?!”. Pues, oye, chico, ¿qué quieres que te diga? Ante un hecho consumado no sirve de nada lamentarse. En cambio, ubicarte dentro de la cadena trófica es de vital importancia para decidir cuál deberá ser tu conducta de cara al futuro. Figúrate, pues, el alegrón que me llevé cuando vi que mi sombra era tan alargada que cubría, casi por completo, un galeón semienterrado en la arena del fondo marino. ¿Acaso era un tiburón o una ballena? A fin de cuentas, venía a ser lo mismo. Estaba en la cúspide de la pirámide. Nadie osaría comerme. Y en cuanto a los pescadores, pensaba evitarlos aplicándome aquella máxima de Séneca: “los regalos salen caros”, adaptándola al lenguaje de los peces. O sea, que los cebos esconden anzuelos.
Dispuesto a explorar hasta el último rincón del océano, retomé la marcha lanzándome veloz como un torpedo. Pero el trayecto fue muy corto. Apenas duró unos segundos. Me estampé contra un muro invisible que, aunque traté de rodear, no tenía ni principio ni fin. ¡¿Qué coño el mar?! ¡Aquello era una pecera! ¡El galeón hundido, un barquito de juguete! ¡Y yo, un pececillo doméstico!
No creas que me supo mal. Ser un pececillo doméstico tiene sus ventajas. Viviría libre de preocupaciones, pues mi amo se encargaría de todo. Y cuando él se fuera de vacaciones, le dejaría las llaves al vecino, quien se ocuparía de alimentarme durante su ausencia. Y el vecino sería un tío responsable. Y si no lo era, habría que joderse. El día antes del regreso de mi amo, me hallaría flotando en la superficie. Tiraría mi cadáver por el desagüe y se largaría cagando leches a comprar otro pececillo idéntico para dar el cambiazo. Mi amo no sospecharía nada. Y si lo hacía, tampoco montaría una escena. Total, se trataría del asesinato de una mascota tan boba que ni siquiera le devolvía la pelotita. En cuanto a mí, no estaba escrito que aquel tendría que ser mi adiós definitivo. Confiaba en tener otra oportunidad. Y esta vez sí, con un pelín de suerte, renacería convertido, por fin, en un tiburón o una ballena.