Sus padres contaban que, desde muy pequeño, tenía esa extraña aversión a verse reflejado en un espejo. Con la felicidad e inexperiencia de los primerizos, reían los gestos del niño cuando se asomaba a aquella luna azogada del armario, sonreían ante su espontánea expresión de pavor y trataban de relajarle y seducirle para que no sintiera ese miedo desorbitado que se mostraba con claridad en sus ojos, en los gritos histéricos y en el evidente terror que sentía.
Al principio, la reacción del pequeño les divertía como lo habrían hecho las piruetas que pudiera dar o la risa incontrolada en un momento de juego o felicidad. Pero pronto advirtieron que la cosa podría ser más seria y que ese miedo al espejo estaba empezando a hacer mella en el ánimo del niño. Se asustaron como cualquier padre ante algún achaque en la salud de sus hijos y lo llevaron a médicos y psicólogos para tratar de solucionar su problema.
Pero el niño creció sombrío y huraño, con una casi nula habilidad para hacer amigos. También rehuía cualquier atención de los mayores con evidente nerviosismo en sus reacciones cuando se sentía el foco de la atención. Nunca estuvo tranquilo frente a los demás y, aunque con su crecimiento pareció normalizarse o atemperarse en sus relaciones sociales, nunca logró sentirse relajado cuando una luna que pudiera reflejar se encontraba frente a él.
Al hacerse adulto e independizarse, construyó un modo de vida con unas rutinas posturales y de comportamiento que le permitieron prescindir de los espejos. Aprendió a afeitarse sin mirar su reflejo, con movimientos medidos y suaves que se sostenían mediante el tacto y no necesitaban de la observación.
Cuando tenía la urgencia de una peluquería, o bien se rapaba con una maquinilla eléctrica o, si buscaba algo un poco más cuidado, utilizaba el negocio del peluquero del barrio, al que su madre le había llevado desde que podía recordar, experiencias que había sufrido como terroríficas por los espejos del local. No obstante, como tenía suficiente confianza con él, ahora siempre le pedía que girara la silla para tener el reflejo a su espalda.
Nunca sintió la necesidad de ver cómo resultaba su atuendo, se vestía de manera muy convencional y discreta y siempre con imperiosa premura, como quien come solo para alimentarse y no por disfrutar de los sabores.
Jamás permitió ser fotografiado y si alguna vez le pillaron en alguna pose colectiva, siempre se negó a ver la imagen resultante en el papel, bromeando la mayor parte de las veces con las manidas leyendas de que una fotografía podría robar el alma de quien era retratado, aunque, en realidad, no daba ningún crédito a lo que, en el fondo, consideraba estupideces de los ignorantes.
En cierta ocasión, durante una reunión con compañeros de trabajo, alguien le preguntó, a modo de juego, cómo se veía a sí mismo, cómo se definía personalmente. Su rostro se demudó y en su cabeza se hizo un vacío pesado, denso y opresivo, pues no pudo recordar nada de su propia imagen y no pudo expresar ninguna opinión sobre su propia persona. No recordaba ni siquiera el color de sus ojos porque nunca había querido —ni podido— mirarlos en un espejo. Ni la forma que tenía su pelo ni los rasgos de su cara. Tan solo podía sentirse con el tacto, pero fue incapaz de representar mentalmente una imagen de su aspecto porque nunca se había mirado a sí mismo más arriba de las clavículas.
Evidentemente, y dada su práctica para eludir cualquier conflicto relacionado con su imagen reflejada, cumplió la expectativa de sus compañeros sin mucho engorro, acudiendo a lugares comunes como la serenidad, la tranquilidad, la tenacidad y una cierta espiritualidad que, decía, podían definir su carácter —que no su imagen—.
Su vida era tan ordenada que podría decirse que rayaba lo obsesivo: no permitía que nada saliera del contexto al que había habituado sus rutinas ni dejaba que ningún elemento extraño se interpusiera en sus quehaceres diarios. Esto no le resultaba difícil conseguirlo en su casa y en el entorno más cercano, pero siempre encontraba más perturbaciones a medida que se iba alejando de lo conocido. En el trabajo, por medio de subterfugios y ofreciendo una imagen exagerada de maniático con el orden, logró mantener a raya cualquier espejo no deseado y, si por casualidad, alguno se cruzaba con él, evitaba ágilmente que sus ojos se cruzaran con el reflejo y volcaba su mirada en una supuesta dificultad hallada en los papeles de su trabajo.
Se fue haciendo tan suave su manera de vivir, se fueron haciendo tan intangibles sus rutinas que, por esa misma tranquilidad adquirida, fueron aflojándose sus tensiones paulatinamente. Hasta el punto de que un día, avivado por la seductora presencia de una mujer, bebió más de lo acostumbrado —que solía ser muy poco— y relajó sus prevenciones vitales.
Como suele suceder con quien no tiene costumbre de beber o, cuando lo hace, bebe impelido por un deseo, al poco rato se encontraba frente a una mujer que le estaba ignorando, con un gran sentimiento de ridículo y con los sentidos totalmente embotados. Parecía que el mundo estaba haciendo piruetas frente a él. No tardó en sentir náuseas y unas irreprimibles ganas de soltar sus amarguras en forma de vómitos. La mujer se había ido y él estaba descolocado, confuso y borracho.
Tambaleante, se acercó al servicio del local donde se encontraba y mojó su rostro con agua para despejar su narcotizada cordura, evitando con una habilidad casi automática el reflejo del sucio espejo que estaba sobre el lavabo. Con el chorro de agua mojando su nuca notó cómo la ansiedad y el mareo iban disipándose poco a poco. Sudando y con algo de angustia por su falta de costumbre con las bebidas, respiraba enérgicamente para intentar ventilar sus pesares y levantaba y bajaba rítmicamente la cabeza como tratando con ello de introducir más aire en sus pulmones; eso sí, con los párpados bien apretados.
Pero al levantar su rostro una vez más, los abrió y miró al frente.
Descubrió que el espejo que se hallaba colgado en la pared estaba reflejando la imagen de un hombre…con los ojos cerrados.