El Profesor Alba, hipnotista

Casa de citas

 

El psiquiatra y académico Juan José López Ibor escribió que en la adolescencia se da el salto desde lo incomprensible, que es todo durante la niñez, a la comprensión de las cosas, que es propio de la madurez. De niño, nada se entiende; de adolescente, se elabora un primer esquema del mundo y de los objetivos de la vida. Esos primeros escarceos ofrecen una visión aproximada de las cosas. Posteriormente, la persona madura es capaz de contrastar sus deseos con la realidad, identificar lo que es factible y elegir en consecuencia. En la persona madura, según López Ibor, las dudas se diluyen y la vida adquiere sentido.

Sin embargo, no todas las personas son capaces de dar el salto a la madurez. Hay quien nunca acaba de comprender el mundo y no suele acertar a la hora de tomar decisiones. Conozco a muchos individuos que, a pesar de su edad, permanecen ligados a sus aficiones adolescentes y viven entre tebeos, películas, cromos y canciones; gente que detesta la vida de los adultos. Están ahí, a nuestro lado, cultivando en secreto sus manías, tomándole gusto a la soledad.

Y es que para cambiar a la otra orilla se necesita coraje, y no todos lo tenemos. Según López Ibor, el salto a la madurez comporta rechazar recuerdos y deseos improductivos y mantenerlos a raya en el inconsciente. Ya escribió el doctor Freud que, tarde o temprano, «el Yo debe decidir si es más conveniente dominar las pasiones y someterse a la realidad, o tomar partido por las pasiones y resistirse al mundo exterior». Los adolescentes perpetuos no entienden —no entendemos— de dominios ni de resistencias.

No sé cómo resolvió su adolescencia Juan José López Ibor, pero sospecho que supo reprimir a tiempo sus impulsos y convertirse rápidamente en médico, psiquiatra, académico, conferenciante y escritor. Eso me lleva a pensar que la gente con dinero aventaja al resto de los mortales en la superación de las etapas de la vida. Ellos saben cómo elegir su futuro sin equivocarse. Por eso se aplican a aprender idiomas, salen al extranjero, cursan carreras universitarias, se casan con gente de su clase y acaban convertidos en personas de provecho. ¿Es necesario decir que algunos de los colaboradores de La Charca Literaria no han sabido hacerlo y continúan siendo adolescentes baldíos, con una visión confusa del mundo y de las cosas que no les permite crecer? Muchos de nosotros somos gente que no supo saltar a tiempo.

Explicaré mis motivos, que, por otra parte, son bastante comunes a otra gente. A finales de los sesenta, con catorce o quince años, vivía para mis obsesiones: el cine de terror y el sexo. Tales afectos nacieron con la pubertad, pero los curas del instituto consiguieron avivarlos con sus charlas de Semana Santa. Las llamaban ejercicios espirituales, pero se trataba de groseras aproximaciones a la más pura carnalidad. Allí aprendí el nombre y la descripción de todo tipo de perversiones sexuales y asimilé que el sexo desbordado provoca debilidad, dificultades de aprendizaje, enfermedades vergonzosas y lleva al suicidio por desesperación. Aquellos tonsurados sabían cómo aterrorizarnos con historias de jóvenes lujuriosos que morían en mitad de la noche sin confesión.

Naturalmente, frente a sus amenazas metafísicas yo prefería las películas de terror, donde el monstruo quedaba objetivado en la pantalla. Además, el cine me liberaba de los otros terrores. No me apetecía morir en pecado y condenarme por haber cedido, una vez más, al deseo de repasar el cuerpo de doña Pura, nuestra profesora de inglés, y soñar que hundía mi deseo entre sus pechos y escalaba a lametazos sus piernas infinitas, enfundadas en medias de rejilla.

El gusto por doña Pura y el cine de terror se afianzó una noche en la que coincidí con ella a las puertas de La marca del hombre lobo, de Paul Naschy, y vino a sentarse a mi lado, pues le había fallado la compañía. En un momento de la proyección, doña Pura se agarró a mi brazo adolescente, estremecida de terror, y me apretó la carne hincándome las uñas. Aquella experiencia erótica todavía palpita en mi recuerdo.

La fijación por doña Pura se robusteció cuando entró en nuestras vidas el Profesor Alba, famoso hipnotista, hijo del que fuera discípulo del célebre Onofroff. En aquellos años, el Profesor Alba era muy popular en los teatros españoles; se anunciaba con frac y pajarita, peinaba brillantina, y hundía su mirada penetrante desde los cateles hasta la médula del contemplador. La especialidad del profesor era memorizar listados telefónicos, encontrar objetos ocultos en la sala, hipnotizar al público y conversar con los muertos. Incluso presumía de conducir un automóvil con los ojos vendados.

La tarde en que el Profesor Alba se presentó en el Teatro Principal de mi ciudad coincidí con doña Pura en la cola y conseguí sentarme a su lado. La acompañaba un tipo mayor que cuchicheaba con ella y pretendía, sin disimulo, meterle mano. Interpreté que le gustaba el acoso, aunque fingía resistirse.

En aquella sesión, la ayudante del profesor Alba («¡Gioconda! ¡La mujer que todo lo sabe!») bajó al patio de butacas y me escogió para que subiera al escenario. Cuando me tomó de la mano, no pude negarme. Yo seguía siendo un quinceañero con miedo al ridículo, aunque estuviera sentado al lado de doña Pura, o quizá por eso. El tipo que la acompañaba —un adulto, en definitiva— me animó a salir con movimientos de cabeza. En mi fuero interno juré romperle la cara en cuanto tuviera ocasión.

Subí y me sentaron al fono de la escena junto a otros espontáneos y desde allí pudimos contemplar algunos ejercicios de sugestión, rigidez y resistencia corporal. Todo estaba pensado para acojonarnos. Recuerdo cómo hipnotizaron a un chaval de aspecto enfermizo, lo colocaron entre dos sillas, tieso como una tabla, y le atravesaron el cuello y las mejillas con agujas de hacer media. Me horroricé y estuve a punto de salir corriendo, pero el miedo al ridículo me contuvo. A doña Pura no le hubiera gustado que lo hiciera y yo no quería defraudarla.

Cuando llegó mi turno, me acerqué vacilante al centro de las tablas. Habían rebajado la intensidad de la luz y sonaba una musiquilla levemente narcótica. El Profesor Alba me capturó la mirada y desgranó el conocido repertorio: «Te pesan los párpados, deseas dormir, te estás durmiendo…», mientras me balanceaba de manera imperceptible. Luego, mientras el Profesor hipnotizaba a otro incauto, Gioconda, la mujer que todo lo sabe, se me acercó y me susurró al oído:

—Ya puedes obedecer en todo al Profesor y hacerte el dormido, ¿o quieres que el público se entere de las cochinadas que haces por las noches?

Sentí un escalofrío mortal. La advertencia de aquella mujer me desarmó. Puede que la médium no lo supiera todo, pero en lo de las cochinadas nocturnas acertaba. ¡Y eso era algo que doña Pura no podía saber! Así que decidí seguir obedeciendo y fingí que escribía a máquina, luchaba contra viento y marea y sentía aversión por el tabaco. Juro que me esforcé por resultar convincente, al público y a doña Pura.

Aquellos hechos no me animaron a dar el salto al mundo de los adultos. Sospeché que hacerlo significaría participar en todo tipo de engaños, como el de aquella sesión de hipnotismo. Nunca me interesó conocer cómo son y cómo viven las personas que aspiran a la seguridad, el poder y el dinero. Decidí no parecerme en nada a ellas y me abandoné a mis fantasías: leer tebeos, ver películas de terror y soñar con mujeres imposibles.

Tengo un amigo que sostiene que a estas alturas todavía no he resuelto mis problemas de adolescencia. Desde aquí le doy la razón y reafirmo mis pocas ganas de dar el salto a la madurez. En mi fuero interno he decidido saltar directamente desde la adolescencia a la tumba. ¡Un triple salto mortal, sin red! ¡Alehop y adiós!