El harén y el placer

Cruzando los límites

 

Sara abrió la puerta de la rectoría. El sacerdote estaba realizando un exorcismo en su propia casa. Una niña expulsaba por la boca una bilis verdosa mientras el cura levantaba una hostia consagrada con ambas manos. Sara tenía 16 años, nunca había oído hablar del demonio, había vivido, como todos los adolescentes de Europa, en un paraíso exento de dolor y obligaciones. Se quedó paralizada. La niña exorcizada tendría su propia edad, estaba de rodillas en el suelo y torcía el cuello de forma extraña para mirar hacia un espejo que había cerca del techo.

El espejo, iluminado por una decena de velas, estaba bordeado de escarcha y reflejaba de forma sorprendente una escena bélica, como si frente a él se estuviera produciendo un bombardeo en blanco y negro. Casi en el mismo instante en que percibía el olor a carne quemada le pareció estar volando sobre un paisaje arbolado y verde, pero cuando apareció una zona habitada, los edificios estaban ardiendo y la gente corría en llamas hacia un río que parecía precipitarse en el vacío.

Sara había ido a confesar un adulterio, el del hombre de 45 años que había conocido hacía dos meses y con el que ya se había acostado de forma repetida en un hotel del casco viejo, un caso de pederastia que necesitaba contarle a alguien, y había decidido hacerlo en confesión. El sacerdote le gustaba, y necesitaba ver el brillo de sus ojos cuando le explicara cómo el otro retozaba entre sus nalgas.

Ni siquiera recuerda cómo pudo conservar la calma al entrar en la habitación, y mucho menos preguntar el nombre de la chica poseída. Sara, se llamaba el demonio, como ella.

Cuando el monstruo levantó los ojos, Sara se encontró mirando a través de ellos los del sacerdote, prístinos y azules, concentrados en el espejo. A través de ellos pudo ver a un grupo de mujeres tocando el kudüm y la darbuka en una esquina, produciendo un melodioso y acelerado sonido de tambores que se mezclaba con los gritos de las concubinas, el crepitar de las vigas y el profundo silbido de los cortinajes envueltos en llamas de un gigantesco harén. Desde un balcón, el sultán miraba cómo se quemaban sus esposas más viejas. Sara se llevó las manos a los labios impulsada por la necesidad de saber si tenía bigote, como aquellas voluminosas hembras cuya grasa se deshacía entre las llamas. Pero seguía teniendo los labios finos como la seda. A su lado bailaban las nuevas concubinas, la mayoría más jóvenes que ella, y sintió un profundo deseo de ser poseída por el sultán, excitada por el olor a carne quemada, el paso de los eunucos limpiando los restos de la masacre, los enormes cojines rellenos de plumas de ave del paraíso que venían a sustituir a los viejos, la inmensa orgía que se adivinaba en la transformación del harén, las bandejas de frutas, los vestidos y las bailarinas.

El sacerdote se contoneaba mientras se despojaba de sus vestiduras, convertido en un hermoso hermafrodita del que brotaban alas, mientras el demonio llamado Sara se incorporaba, en el centro del escenario, junto a la fuente que brollaba arrullando y refrescando el ardiente y renovado decorado.

Inesperadamente, un grupo de soldados apareció rompiendo las celosías de las ventanas y empezó a disparar flechas sobre todos los asistentes. Sara sintió que una de ellas se le clavaba en la pierna izquierda y cayó al suelo. Sintió el olor de la madera quemada y húmeda de orines, y se sintió desterrada y a punto de morir lejos de su casa. El demonio, que estaba a su lado, le tendió la mano. Era suave y fina como el plumón de un ánade.

Se extendió cuan larga era en el parqué mientras la sombra de su homónima planeaba sobre ella y rozaba su cara con el sexo. Apenas cerró los ojos sintió como si se sumergiera en el dolor y, cuando los abrió, el sultán estaba recorriendo la sala acompañado por un grupo de soldados vestidos de rojo, y entonces descubrió que uno de ellos se había fijado en ella. Se agachó y le acarició el cuello con la punta de una daga, y enseguida le desgarró la piel con suavidad mientras le daba una vuelta a su fino mentón, preparándola para el placer supremo.

Sara lo miró a los ojos y volvió a ver al sacerdote amado, pero esta vez llevaba, sobre los ojos azules, el gorro rojo con doce pliegues de los kizilbas turcomanos. La otra Sara estaba detrás, mirándola. Al fondo, el artesonado del techo y las lámparas y, flotando en el aire, las volutas de humo de las velas, las cenizas y los restos de los vestidos de las viejas concubinas formando arabescos en el aire. Era una bella escena, y cuando el kizilba metió la hoja en su blanco cuello, como si cortara mantequilla, y brotó la sangre, sintió un orgasmo que no hizo más que prolongarse a medida que la atravesaba de oreja a oreja. Tuvo tantas contracciones en el momento de su muerte que no se dio cuenta de que estaba despertando de una larga anestesia hasta que no se acercó a ella el enfermero y le sujetó el brazo para que dejara de moverse.

Temblaba de frío como si estuviera poseída, como si fuera la hoja de un álamo, intentando arrancarse a sí misma del árbol con la más ligera brisa, solo que era un huracán lo que se batía en su interior. Tardó otras cinco horas en volver definitivamente de aquel harén y comprender que había tenido un accidente y había sido operada de urgencia en un hospital de Estambul, muy lejos de su hogar en Barcelona.