Me llamo Luna y voy a demostrar que por la muerte del operador de satélites Donald Einstein solo se me puede culpar de ingenuidad.
Durante el mes de abril, mientras estaba en la base militar americana de Ramstein, en Alemania, tuve una aventura con el descendiente del célebre descubridor de la teoría de la relatividad. Me fascinó en cuanto lo vi dando una lección sobre las ondas gravitacionales en una cervecería de la cercana ciudad de Heidelberg. Los asistentes éramos casi todos operadores de radar en combate y algunos oficiales de inteligencia, y esperábamos un vuelo para volver a nuestras casas al otro lado del Atlántico. Einstein planteó un juego para resolver de memoria ecuaciones de campo. El premio sería una cena en su compañía para hablar sobre el uso no programado de satélites en operaciones de combate, un tema muy codiciado entre los analistas.
La dificultad estribaba en que, mientras una pequeña orquesta tocaba la suite de El caballero oscuro, de Hans Zimmer, Einstein, en lugar de hablar o escribir, se valdría únicamente del lenguaje de los signos desarrollado para los miembros de las fuerzas especiales. Yo conocía ese lenguaje concreto desde muy niña gracias a mi padre, comandante de los Delta, y siempre he sido una chica dotada para las matemáticas. Estaba tan ansiosa por acostarme con él que, apenas ganar, me ofrecí a servirle de agujero negro en la cama y le dije que los ojos le brillaban como si dentro de su cabeza se escondieran los soles más brillantes de la galaxia. Mientras me besaba el cuello y recorría mi cuerpo con sus manos, yo aspiraba el aroma increíble de su pelo y me sentía un auténtico centro tractor de estrellas, el corazón de la Vía Láctea.
La aventura podría haber terminado como había empezado, con pocas lágrimas y mucha alegría, pues ambos éramos seres completamente libres que no estábamos suscritos a la esclavitud del amor. Pero no fue así y en lugar de eso, después de conocerle un poco, me empeñé en llevar a Einstein a un lugar donde podía nutrirse de toda la inspiración que necesitaba. Sin padecer dolores de cabeza ni largas borracheras, como los artistas de los años treinta; sin necesidad de sentirse abierto, vuelto del revés, pasado por los propios esfínteres y despellejado hasta cubrir una habitación entera con la propia piel, como los creadores del siglo veintiuno. Bastaba con acudir a lugares concretos donde las almas sensibles y preparadas como él podían acceder a la conciencia universal que hace comprensible la realidad.
Aproveché mis influencias con el mando militar de la base para organizar un viaje relámpago a la ciudad destruida de Alepo, en Siria, territorio comanche de asesinos y fuerzas de elite, y llevé a Einstein ante la entrada de la gran mezquita, convertida a causa de la guerra en un informe apilamiento de cascotes. En ese lugar, donde había estado como informante del alto mando varios meses antes, yo había sentido las dobleces del tiempo, pero necesitaba transformarlas en ecuaciones de campo. Necesitaba un visionario con conocimientos matemáticos avanzados.
En el callejón de los ciegos, a la entrada de la vieja y destruida mezquita, Einstein se quedó paralizado. Las luces que veían los invidentes se convertían en su mente en símbolos matemáticos. Sus ojos se volvieron blancos y supe que estaba viendo algo que muy pocos seres humanos son capaces de percibir, y mucho menos de traducir.
—Lo veo —dijo con convicción—, veo la ecuación fundamental que une todas las fuerzas del universo, la solución a los viajes espaciales, a una energía limpia y gratuita que salvará a la humanidad.
En ese momento, el universo se desnudaba para él, se quitaba la piel y mostraba los alineamientos cuánticos que interpretaban la realidad. Era como si Einstein pudiera darse la vuelta y, en lugar de ver las sombras en un espejo que vemos los demás, contemplara la imagen original.
Pero el destino tenía otros propósitos, y tal vez porque era demasiado pronto para dar ese paso de gigante, una ráfaga de ametralladora de gran calibre se abrió paso hacia nosotros desde la sombra de las arcadas que aún quedaban en pie, levantando nubes de polvo entre los cascotes. Se metió entre los pantalones de Einstein y cosió, mejor dicho, descosió todo su cuerpo hasta el cuero cabelludo. Sus sesos se expandieron por la cercana pared y el resto cayó a mis pies.
El hombretón salió de entre las ruinas con una enorme ametralladora entre las manos, acompañado por una docena de guerrilleros. Llevaba una GAU multicañón robada de algún helicóptero norteamericano. Pasaron a mi lado y desaparecieron antes de que acabara de posarse el polvo ensangrentado que había quedado flotando en el aire.
No pude evitarlo: mi cuerpo se vació de todo lo que pudiera considerarse extraño, incluidos los sentimientos. Vomité hasta el último recuerdo positivo de mi vida y me convertí en esa chica vacía, ese cascarón sin contenido, esa luz fría que apenas ilumina y que en la actualidad apenas puede explicar este desastre.
Casi en estado catatónico, volví a Ramstein en un Hercules de las fuerzas aéreas. Nadie me preguntó nada durante el viaje.
En lo único que pensaba era en cómo explicarle al general Dowding —esa noche tendría que esmerarme— adónde había ido a parar su operador estrella de satélites, que había viajado conmigo, sin protección, a una zona de guerra, gracias a un pase otorgado por él, y que se había quedado con el secreto de la felicidad hecho pedazos entre los cascotes de lo que había sido una de las mezquitas más hermosas del planeta.
No es mi culpa, señoría, sino del espejo roto en el que nos reflejamos cuando queremos ir demasiado aprisa por la vida.