El desencuentro

Las horribles historias de Sileno

Me comenta Vidal, uno de los enterradores del cementerio, que enseguida supo quién era el joven que suspiraba a sus espaldas el día que tapiaba el nicho de Manuela Lozano, la Germana. Como el tema resultaba inquietante, decidí acompañarle hasta la taberna de Román y seguir charlando sobre el asunto.

—¿Lo supiste o lo creíste? —le pregunto—. Quizá solo fue tu imaginación.

—Lo supe —afirma Vidal—. Llevo treinta y seis años de enterrador y he visto muchas cosas. Estaba a punto de poner la lápida de la Germana cuando escuche la queja. No necesité darme la vuelta para saber quién era. Tampoco entendí lo que decía, pero supe que no podía ser otro sino el muchacho.

Un par de días antes, algunas personas lo habían visto deambular por el barrio, a las luces inciertas del atardecer, por las calles de San Marcelino, y también en la puerta de la iglesia. Alguien dijo haberlo visto en el hospital donde Manuela se consumía. Siempre amparado por la oscuridad, pegado a las paredes de los edificios, como alma en pena en busca de algo que no encuentra o que no existe, porque todo cambia de lugar y todo desaparece con el tiempo. También lo vio el sacristán, en las tinieblas de la iglesia, junto a los confesionarios, el día del funeral. Y todos coincidieron en decir que el chico era poco más que una sombra: un joven, escuálido, mal vestido y algo sucio, con un vendaje en la cabeza que subrayaba su aspecto frágil. Alguien le oyó sollozar en el patio de Manuela, justo el día en que la vieja murió, pero Manuela no estaba allí, sino en el tanatorio, sola, como siempre había estado. ¿Quién podría ser aquel joven? ¿Un sobrino? Por lo que se decía, Manuela no había tenido hijos ni apenas familia.

Había sido una mujer valiente, de las que emigraron a Alemania en los sesenta, aunque tuvo que volver pronto, con las manos vacías y el recuerdo de un novio que se mató en un accidente. Desde entonces la llamaron la Germana y se las apañó para vivir con independencia y en soledad. Siempre fue reservada, poco amiga de chismorreos y frivolidades. Por las mañanas limpiaba escaleras; por las tardes acudía a una fábrica de lámparas, hasta que las lámparas dejaron de fabricarse… Luego aprendió a sobrevivir con la ayuda del paro y alguna propina por fregar baldosas en el Banco de Valencia. En negro y sin seguro.

Durante toda su vida Manuela pagó religiosamente el alquiler del piso y los gastos de escalera, incluida la mensualidad del Ocaso, con lo que pudo tener un entierro decente. La suya fue una vida de trabajo y soledad, fiel al recuerdo de aquel novio con el que no pudo realizar sus sueños. En un estante del aparador de su piso, la fotografía del joven, ornada con un marquito de plata, es el testimonio de su fe. ¡Si me viera ahora —se decía—, con casi ochenta años, y él, pobrecito, que no pudo pasar de los veintiséis!

Vidal apuró el vaso de vino y oscureció la voz para concluir la historia:

—No podía ser ningún otro —me dijo—. Aquella tarde, mientras apañaba el nicho de la difunta, noté el sollozo del muchacho a mis espaldas. No me volví para mirarle, pero comprendí la situación. Son frecuentes tales desencuentros, y así lo mumuré: «No creo que vayáis a encontraros nunca. Te fuiste con muy pocos años y ella era ya muy vieja cuando murió. Búscala si quieres, pero el encuentro será difícil. Yo entiendo de estas cosas».