El barroco disuelve la forma en un sinfín de volutas, de curvas y contra-curvas. Nada se concreta. Lo superfluo, el criminal adorno, la imprecisión, la desmesura y la ruptura del equilibrio son el plasma, el citoplasma y el protoplasma de la forma barroca.
Aunque Bernini esté por medio, todo en el barroco es, en el mejor de los casos, tópico y pretencioso, pero en general no es más que un fardo de pingos y perigallos dispuestos de manera retórica y almibarada. Es un pastelito trentino.
En las artes del espacio (pintura, escultura, arquitectura) el barroco provoca un empalago cargante, es una especie de saturación de caramelo, de edulcorante insoluble o de sacarina sintética pegajosa.
La arquitectura barroca diluye el espacio en la forma y la forma se disgrega en garambainas insoportables.
Más que teatral, el barroco es teatrero. Un espectáculo que fatiga. Su verismo retorcido de cartón piedra produce una comicidad chusca.
El artista barroco especula de espaldas a la realidad humana. Especula.
El barroco ha contribuido a falsificar y desfigurar la autenticidad luminosa y la mesura clásica del hombre mediterráneo.
¡Ah! Si malo es el barroco peor es el romanticismo, vamos apañados.