Edgar Wallace, escritor prolífico

Casa de citas

 

Hoy quisiera citarme y conversar con Edgar Wallace, autor de más de 170 libros, entre novelas de misterio, obras de teatro, artículos de prensa, poemas y guiones de cine; pero no voy a poder hacerlo: lleva muerto y enterrado desde 1932. Otro difunto. El que fuera gigante de la literatura popular de los años veinte ocupa hoy un lugar discreto en el limbo del olvido. Aun así, quiero dedicarle esta Casa de citas, seducido por el personaje y sus anécdotas, después de releer alguna de sus novelas y revisar las adaptaciones cinematográficas que realizó la productora Rialto en los años sesenta. Me gusta deambular por los márgenes de la literatura (escritores pasados de moda, autores malditos, libros descatalogados) y hurgar en los contenedores de las librerías de lance y en los estantes de las tiendas de saldos. Allí descubro textos o películas que enlazan directamente con algún momento de mi infancia, me permiten viajar en el tiempo y experimentar una cierta nostalgia.

Mi padre leía las novelas de Wallace cuando yo era incapaz de sostener un libro con las manos. El círculo rojo, La pista de la llave de plata, El misterio de la vela doblada o Los cuatro hombres justos son títulos que andaban por casa, en ediciones de bolsillo de la editorial Molino. Esos libros se perdieron en algún traslado o se vendieron al peso, junto con las novelas de Harry Stephen Keeler, las aventuras de Jeeves o El libro negro de Papini, un volumen que me horrorizaba por el retrato enloquecido de su autor en la contraportada. Frente al gesto desabrido de Papini, Edgar Wallace ofrecía el aspecto de un hombre cabal, elegante y trajeado, con sombrero de fieltro y boquilla quilométrica. Cuando alcancé la edad de leer sus novelas, descubrí en ellas un mundo apasionante de robos, asesinatos y estafas, al servicio de la curiosidad del lector. En cada novela, Wallace lograba sorprenderme al inicio, enmedio y al final.

Luego supe que nuestro autor escribía a pelo. Por lo visto se esforzaba en la redacción del primer capítulo y a continuación se dejaba llevar por sus ocurrencias. Mientras releo La gente terrible (1926), en una edición del 2004, me pregunto cómo conseguirá Wallace mantener el andamiaje de la novela si en el capítulo tres ya ha matado al (aparente) culpable. Un lector atento lanzará hipótesis sobre la trama, equivocadas por supuesto, y acabará dándose de bruces con un desenlace inesperado. ¿Una cuestión de estilo? ¿Un capricho? En una entrevista de la época, Edgar Wallace justificaba así su trabajo: «Ni yo mismo estoy seguro de la identidad del asesino hasta los últimos capítulos. ¿Por qué dejar toda la diversión para mis lectores? Yo también quiero desconcertarme a mí mismo».

Con semejante táctica y un afán creativo por encima de la media, Edgar Wallace logró ganarse el apelativo de «rey del misterio» durante la primera mitad del siglo XX. En España, sus libros dejaron de publicarse hace bastantes años y hoy sólo se pueden conseguir en librerías de segunda mano o en el fondo de armario de algunas bibliotecas. Sin embargo, una cosa es conectar esas lecturas con las vivencias de la infancia y otra muy distinta lograr que la lectura actual se parezca a la de nuestro recuerdo, algo por completo inalcanzable. Hoy releo a Wallace y descubro que me interesa más el personaje que el contenido de sus escritos, en general desencajado, trivial y repetitivo.

Mi interés por el escritor inglés se acrecentó con el cine: en los sesenta, la compañía alemana Rialto produjo más de 40 películas con el anagrama de Edgar Wallace. Muchas de ellas pude verlas entre los diez y doce años. ¡Largas y tórridas tardes de verano en los cines de reestreno, frente a programas dobles que incluían una película de complemento, historietas del Gordo y el Flaco y, como plato fuerte, La banda de la rana (1959), La posada del Támesis (1962) o cualquier otra de la serie Wallace! Recuerdo que todas arrancaban con alguna truculencia (alguien era robado, raptado, asesinado) y, de improviso, la pantalla viraba al negro, se oía una ráfaga de metralleta y una voz cavernosa clamaba: «¡Atención! ¡Les habla Edgar Wallace!». Entonces, la chiquillería rompíamos a aplaudir en el cine mientras aparecían los títulos de crédito. A la salida, jugábamos a identificar sospechosos entre la gente del barrio, repitiendo a gritos: «Les habla Edgar Wallace”. “¡Ese es el encapuchado!” o “¡Ese es el ciego de Los ojos muertos de Londres!”, y lo perseguíamos hasta comprobar que aquel tipo llevaba una vida tan anodina como la nuestra.

Ayer volví a ver Los ojos muertos de Londres (1961) gracias a una compra compulsiva en una tienda de saldos. ¡Cinco películas de la Colección Wallace por diez euros! Entre ellas, la muy divertida y surrealista El pañuelo asesino (1963), con un destemplado Klaus Kinski haciendo de sospechoso. ¡Klaus Kinski apareció en diecisiete producciones de la serie Wallace!

En opinión de Ramón Nadal, miembro de la Edgar Wallace Society, Los ojos muertos de Londres es una de las mejores de la serie, así como El encapuchado (1965), donde hay un manejo de luces y sombras próximo al expresionismo de Lang. El encapuchado es un filme con mansión lúgubre, personajes atrabiliarios y una colección impagable de crímenes a manos de un misterioso monje asesino.

Reconozco que repetir ahora esas películas o releer las novelas de Wallace no resulta tan estimulante como lo fue durante mi pubertad, cuando estábamos estrenando nuestra capacidad de asombro. Ahora ya no somos los mismos y, muchas veces, el asombro no llega. Con el tiempo, nos volvemos refractarios a la maravilla. Encallecidos y secos, nos perdemos lo mejor.

Un chaval de doce años, en los lejanos sesenta, se dejaba emocionar al descubrir quién se ocultaba tras la máscara del asesino; pero un tipo mayor como yo, aficionado a juntar palabras, solo se deja deslumbrar por otras cosas. En este caso, por la capacidad de Edgar Wallace para escribir -¡al dictado!- una obra de teatro en tres días.

A lo largo de su vida, Wallace escribió más de ochenta novelas de misterio, veinte obras de teatro y guiones de cine (entre ellos, la idea madre de King Kong), miles de relatos cortos, cinco libros de poesía e innumerables artículos de prensa. Entre 1920 y 1930, Wallace publicó una media de seis novelas al año. ¡En 1927 escribió quince! Una capacidad productiva que motivó anécdotas como la siguiente: en una ocasión, un amigo telefoneó a Wallace para hablar con él y uno de sus secretarios le excusó diciendo que míster Wallace estaba escribiendo una nueva novela. «No importa -dijo su amigo, al teléfono-. Esperaré».

La persona -o el personaje- de Edgar Wallace, su ingente producción literaria, es lo que ahora me maravilla, no el contenido de sus novelas ni sus adaptaciones cinematográficas. Hoy para sorprendernos necesitamos algo más furioso e intenso que los misterios de Edgar Wallace. La gente maleada por la vida y los años solo nos asombramos con las atrocidades de la prensa, alguna novela de Houllebecq o alguna película de Haneke. Y, a veces, ni aun así.