Dios te ama  (pero te ama mal)

Los consejos de Papito Grillo

 

En un principio fue el Verbo, y el verbo era Amar. Pero luego fue el adjetivo, y el adjetivo era Paternal.

Ya fuera porque el impuesto de sucesiones divino ha de ser muy oneroso, o por algún otro motivo, el dios Padre empezó la historia por el final, la casa por el tejado; y nos dejó su finca en herencia mucho antes de morir. Y es de sobras conocido lo erróneo de este tipo de decisiones: a falta de un buen albacea, los ingratos y jóvenes hijos, ávidos de consumir todo tipo de placeres terrenales, se entregan con denuedo al despilfarro insolente del patrimonio heredado; y el generoso Dios, consciente de su primer gran error, reaccionó con la inmadurez propia del padre novato. En un arrebato de furia, nos castigó desheredándonos, expulsándonos de la finca, condenándonos a vagar por las tinieblas, de rave en rave hasta dar penica, mientras llorábamos desconsolados pensando qué podríamos hacer para compensar tamaño error, qué demostración de valía podríamos realizar para ganarnos de nuevo el amor condicional típico de cualquier relación paterno-filial.

Y así, como dos piezas de un reloj suizo perfectamente encajables y coordinadas, se estableció un armónico círculo perverso de amor paternal. El Dios celoso e inseguro del amor de sus hijos, se regodea en todo tipo de pruebas y desafíos hacia ellos. Mientras, los pobres hombres se desgañitan realizando toda clase de sacrificios, ofrendas y rituales con tal de recuperar el favor del Creador y regresar a ese hogar perdido, donde la supervivencia y el bienestar estaban asegurados, toda vez que se aceptara la sumisión a la autoridad del Padre.

Pero nunca era suficiente. El libre albedrío era todavía algo demasiado tentador, y el impulso emancipador, el anhelo de exploración y experimentación del mundo sensible era tan grande que los hombres caían, una y otra vez, en toda clase de pecados. Y así la furia de Dios. Y así diluvios, plagas, exilios, pestes. Ya aprenderás, ya volverás a mi redil. Ya reconocerás que necesitas mi amor y que éste tiene un precio.

Aún así, la terca humanidad caminaba, a salto de mata, con toda su alegre ingenuidad, por los campos del tiempo. Entonces Dios, ya en su madurez, aceptó los consejos de su psicoanalista y decidió cambiar de género el gran amor que sentía hacia nosotros. Y nos empezó a querer como Madre, con un amor incondicional, como el de esa madre que va a visitar a la cárcel a su hijo asesino en serie, y le lleva viandas, y cree en el fondo que su hijo es, de algún modo, inocente, y que la culpa de sus atroces crímenes la tiene la sociedad.

Bajando hasta el barro de este valle de lágrimas, encarnado amorosamente en un humilde humano más; blandiendo un mensaje tierno, ofreciendo el abrazo materno que todo lo acoge y todo lo perdona.

Solo en ese estado de entrega pudo Dios ver la descarnada miseria humana, la amargura y pesada existencia que arrastran los hombres desde la noche de los tiempos, desde esos inicios de amor torpe, paternal y posesivo. Solo en ese estado de empatía con el hijo doliente decidió Dios experimentar el sacrificio último, tomar la iniciativa en eso de demostrar amor y morir. Dejarse morir, dejarse matar. Pedir perdón haciendo patente el arrepentimiento del propio pecado original.

Solo así, alma humana, podrás comprender que Dios te amó, pero te amó mal. Como la gran mayoría de padres y de madres aman a sus hijos. Abrazándolos hasta la asfixia, tutelándolos hasta robarles toda posibilidad de aprender, dejándolos huérfanos de referencias; en lugar de aceptar la incertidumbre y la congoja que permite la libertad y precede al momento culmen, el de la herencia consumada, aquél donde el progenitor provecto y sin género puede contemplar su obra y decir: «He aquí alguien a mi imagen y semejanza».