De libertad y soledades

Desde el 3º izquierda

 

El barrio está recuperando la normalidad después de los meses de desierto vacacional. Los comercios, los bares y cafeterías, y sobre todo las estrechas aceras de la parte antigua, de las que siempre tiene que bajar uno de los dos peatones al cruzarse, han recuperado su bullicio habitual.

En el edificio de Julián ya han regresado casi todos los vecinos de sus exóticos viajes estivales. Antístenes y él los escuchan presumir en el zaguán. Enseñan los centenares de fotografías que llevan almacenadas en sus teléfonos. Según parece ese es el único objetivo de sus lejanos viajes: acumular fotografías de las que ni siquiera recuerdan el lugar en que se hicieron.

Antístenes vuelve a detenerse en el segundo piso y olfatea ansiosamente ante la vivienda de la derecha. Tradicionalmente es la única en la que, como Julián y Antístenes, tampoco se van de vacaciones. Todos los veranos, el 3º izquierda y el 2º derecha son los únicos habitantes del edificio. Hace un tiempo, antes de que la señora que ahora vive sola en él enviudara, Julián solía mantener largas tertulias con su marido, un viejo profesor jubilado. Hablaban de libros, de jazz y jugaban interminables partidas de ajedrez.

Carmen, la ahora viuda, era entonces una mujer muy amable y generosa. De esas personas en las que la generosidad no es una máscara para embozar segundas intenciones. Sin embargo, tras la dura enfermedad del marido y quedar viuda, su carácter cambió drásticamente. Se encerró en sí misma y apenas salía de su casa. Un pequeño recorrido a primera hora de la mañana para hacer la compra y volvía rauda a encerrarse en su celda de clausura voluntaria. Pero, a pesar de toda la amarga alforja que representaba la vida para ella, siempre tenía unas palabras de cariño para Julián y Antístenes cuando coincidían fugazmente en la escalera, el zaguán o las inmediaciones del edificio.

Carmen tenía un hijo que la visitaba de vez en cuando e intentaba infructuosamente que dejara el piso y se trasladara a vivir con él. Pero Carmen era libre, tan libre como lo fueron su marido y ella en los tiempos en los que la soledad era cosa de dos, porque no necesitaban otra cosa para vivir plenamente, para ser felices a su manera. Ahora quizá habría cambiado de opinión.

La puerta del segundo izquierda se abrió y Julián se dio de bruces con uno de los albañiles que llevaban meses perturbando la paz de sus tardes de lectura a base de martillazos, taladros y cortes de radial. Le preguntaron si sabía algo de la señora del segundo derecha, necesitaban hablar con ella porque habían roto una tubería accidentalmente y temían que se hubiese inundado su piso. Julián les dio el teléfono del administrador y quedaron en avisar a este.

Antístenes se despertó pronto a la mañana siguiente, antes que Julián, que percibió un considerable alboroto que provenía de la calle. Policía, bomberos y ambulancia llenaban la calle de luces y sonidos. La acera de enfrente del edificio estaba abarrotada de curiosos que dirigían la mirada hacia la fachada. En ese momento salió una camilla cubierta y la muchedumbre enmudeció por un instante antes de reanudar su parloteo con mayor intensidad.

«Es Carmen, la soledad es muy mala, se veía venir», oyó comentar a la vecina del primero.

Julián pensó que Carmen había sido libre hasta el último momento.