Ella cerró con coraje al salir. El caso no era para menos. Los tabiques temblaron. El loro, que dormitaba tranquilo, alzó vuelo sin mirar y sin saber dónde iba. Chocó con el techo de la jaula y cayó en vertical, atónito, descompuesto, las plumas enmarañadas y revueltas. Después del golpe, el pobre animal rompió a cacarear, como cacarean las gallinas cuando el peligro acecha. Pero el pájaro no era cadáver, aunque lo pareciera; y la fiera acababa de cerrar la puerta desde fuera. El hombre entró tranquilamente a la ducha. Tarareaba una vieja canción. El incidente no era nuevo. Para ella, sí. Por eso la mujer reaccionó con violencia, y por eso Leo canturreaba As time goes by mientras se enjabonaba.
Leo es uno de los altos ejecutivos que no salen del edificio Telefónica en Gran Vía sin que la maniobra a ejecutar se estudie previamente por un vigilante y se autorice por el escolta personal. Minutos antes, ambos han escudriñado la calle. En el último momento olfatean como buenos perros de caza y defensa —nariz arriba y nariz abajo, a derecha y a izquierda— venteando el peligro, por si lo hubiera. Leo es elegante, bien parecido, muy culto y de trato afable. Los “niños-bien” educados en los jesuitas de Areneros, también gustan de los placeres mundanos. ¡Vaya que sí! ¡Como todo hijo de vecino! Solo que ellos, porque ellos sí, sí que pueden, optan por la discreción, la exquisitez y el máximo refinamiento.
Lionel Andrés fue presentado a Adela por una amiga. Adela vive con sus padres en la urbanización Nueva Caledonia, cerca de la Dehesa de la Villa y de Puerta de Hierro. Allí el mundo es de otro color, se respira un aire diferente, no se oye el tráfico. Y el climatizador inteligente averigua qué temperatura tiene la abuela in mente y ejecuta ipso facto cuanto haga falta para dar cumplimiento al anhelo o ensoñación de la venerable, no sea que se soliviante: a fin de cuentas, es la dueña de los cortijos familiares de Extremadura y Andalucía.
Adela no pudo reprimir una exclamación cuando la amiga le presentó al de Telefónica. Abrió su bolso y, manteniendo fija y sin pestañear la mirada sobre el alto ejecutivo, no fuera a escapársele, sacó las gafas y se las calzó de inmediato.
—Es para verte mejor, cariño— dijo ella, como antaño dijera la loba (seamos ecuánimes e igualitarios: la de Caperucita era loba, no lobo) a su víctima, y continuó diciendo: ¡Anda! ¡Pero si te llamas como Messi! ¡Tú eres más guapo que Messi!
—Llámame Leo— contestó él, cuya imaginación se solazaba obnubilado por la rotundidad del pecho de Adela.
Aquello fue sobre ruedas, divinamente. El ejecutivo de Telefónica era como Christopher Hemsworth, el marido de Elsa Pataky. Pero es que Adela misma no desmerecía de la propia Elsa. Las caricias y los besos fueron magistrales. Leo se empleó con éxito en un oral interminable que regaló a Adela. Ella recibió el regalo con vivas muestras de agradecimiento. Creyó Adela era llegada la hora de corresponder al presente que acababa de ofrecerle Leo. Palpó a oscuras sin hallar cosa alguna en el lugar que buscaba. Repitió la búsqueda y continuó sin encontrar materia viva y coleante. Así que encendió la luz y echó mano ¡nuevamente! a las gafas de ver, aunque ahora la necesidad era más perentoria y urgente. Cuando contempló aquel hilito que colgaba, poco más grueso que la lana con que tricotaba su abuela, dueña de los cortijos de Andalucía y Extremadura, Adela saltó como una pantera de la cama. Se vistió y dio un portazo al salir. El loro estuvo a punto de infartar. Sin embargo, Leo canturreaba en la ducha, como otras veces, como siempre, como si no hubiera ocurrido nada, como si nunca ocurriera nada.