A quien corresponda:
Lo hice con mis propias manos. Lo maté y lo enterré en lo más profundo de mi ser.
¿Necesitan saber por qué? Pues porque no le hacen falta al mundo más malos poetas. Creo que esa sería una respuesta bastante acertada. Lo cierto es que pasé muchas tardes afilando lapiceros, erguido sobre el papel. Aquel horizonte blanco me producía vértigos, angustias difíciles de sortear. Pero también ejercía una atracción a la que no podía sustraerme.
Escribía, leía lo leído y llenaba luego la papelera de folios arrugados con forma de bolas desflecadas.
Quizás era ese el camino: el eterno retorno de la corrección, porque no me valía con poner cuatro palabras atacadas de sentimentalismo y sensiblería, ideas maniqueas, familiares, costumbristas, incluso íntimas, palabras que después de bruñir me resultaban banales, en las que sonaba el badajo de la autocompasión, de un egotismo exacerbado; toda aquella morralla sobre el folio en blanco, capaz el pobre de sostenerlo todo e incapaz yo de dar cuenta de mi alma sentimental, sensible, sensitiva. Lo escrito no cogía vuelo alguno, las palabras, en precario equilibrio, aleteaban sobre el papel como gallinas que olvidaron hace tiempo que su elemento podía ser el aire. Caían en picado para ir a estrellarse sobre el paredón blanco.
Ahora estoy mejor.
No les niego que hay días en los que paso por la mesa del estudio y oigo una voz que me conmina a sentarme, a estirar el cuello y hacerme ver los folios, de un blanco cegador, dispuestos en el borde de la mesa de cristal templado. Todos estos cantos de sirena van acompañados además por una opresión cerca del pecho, como si una mano me retorciera o estrujara algún órgano vital. Este es el precio que estoy pagando por mi crimen, ¿les parece suficiente condena?
Francisco H. González