No sé si ustedes utilizan calzoncillos o bragas, pero quizás puedan convenir en que el mundo de la ropa interior oscila entre el espanto funcional y la alucinación.
Pocas prendas masculinas son tan poco atractivas como los calzoncillos.
Dos son los diseños básicos, independientemente de la tela utilizada, el color o el estampado: el slip y el bóxer.
El slip, con sus tres piezas —pretina, entrepierna y portañuela—, se ha ido ciñendo cada vez más a la anatomía, a la vez que reducía su tamaño. Desaparecida, en general, la portañuela (abertura o bragueta lateral), satisfacer la micción, desde el punto de vista funcional, supone: abrir la bragueta de los pantalones, separar los faldones de la camisa que, como un sipario, cierran el palco escénico, introducir el pulgar por detrás de la pretina y tirar hacia fuera para formar un “nido de golondrina”. Llegados a este punto hay quien introduce la mano a modo de cucharon o bien quien con los dedos índice y medio forma una pinza para pescar el viril órgano y, finalmente, satisfacer la micción.
El bóxer, parecido al pantalón de un boxeador, conserva la portañuela, y los hay holgados, que brindan confort y libertad a la morcilla, dejándola a merced de la gravedad. El modelo ajustado hace del sostén su mejor cualidad.
Ambos, slip y bóxer, en particular los ajustados, suelen participar de una publicidad en la cual los recogidos, centrados, abultados paquetes masculinos, a pesar del esfuerzo, no alcanzan a superar la “perla” del San Sebastián de Antonio di Bartolomeo Maineri (1492).
En fin, recordemos el imposible e híbrido deseo de Men’s wear (1935): “ La ropa interior debería tener la gracia de Apolo, el atractivo de Byron, la distinción de lord Chesterfield y la frescura y comodidad de Gandhi.”