Cajeros automáticos

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Los bancos instalan cada vez más cajeros automáticos, dentro de las oficinas y en la calle, al tiempo que desaparecen empleados. También cierran oficinas y algunas las sustituyen por la oficina Store, que es un gran espacio con cajeros automáticos, uno o dos oficinistas con ordenador, unas mesas con sillas y unas butacas para mayor comodidad de los clientes.     

En su publicidad, el banco dice que con esa nueva oficina puede atender mejor las necesidades de los usuarios, que quiere ser un referente en innovación y calidad en el servicio; asegura que este moderno espacio está más acomodado y puede poner a disposición de los clientes las últimas novedades tecnológicas. Aunque la realidad no es tan fantástica como la pintan: la oficina Store no ha acabado con las colas en horas punta y ha zanjado con la proximidad oficinista y cliente. Ahora nunca sabes quién te atenderá y todo es más volandero. Una vecina empleada en una oficina Store me explicaba su experiencia:  

—Cada día atiendo con el ordenador y de pie a los clientes y me turno con mis compañeras cada dos horas. La Store ha generado malestar a algunos usuarios, porque les cerraron las oficinas más próximas a su hogar y ahora deben ir a esas nuevas oficinas ubicadas a diez o a quince minutos de su casa. Las personas mayores, especialmente en las grandes ciudades, son las más perjudicadas y, además, tienen dificultades con los cajeros automáticos. Los bancos siempre tienen que ganar dinero y como los intereses están muy bajos, buscan otras fórmulas para ganarlo, como cerrar oficinas, contratar menos personal; proponer, con el beneplácito de los gobiernos, planes de pensiones vinculados a la bolsa que son una vergüenza porque los clientes pueden perder sus ahorros, como les sucedió a algunos con la crisis del covid-19 o con las anteriores; la gente ya no se fía de los planes de pensiones. Promocionamos también productos de multinacionales para tener más ingresos extras: vendemos móviles, sistemas de seguridad, automóviles, hacemos seguros de vida, de coches… Vivimos una crisis de mercado y los bancos se aprovechan de la coyuntura. Lo que les sale más rentable ahora es instalar más cajeros automáticos.  

El desmesurado aumento de cajeros automáticos —máquinas sin rostro humano, ni alma, ni moral—, me recuerda una historia que sucedió en los años ochenta: los directivos del Citibank de Nueva York decretaron que los clientes con saldos inferiores a cinco mil dólares deberían usar los cajeros automáticos en lugar de las ventanillas. Cuando cerró las ventanillas de una de las mayores sucursales de Manhattan a miles de clientes, el banco fue prácticamente asaltado por una rebelión de consumidores. Tras las quejas, la Federación de Consumidores de América declaró que dicha política era no sólo ofensiva, sino sucia: “Los cajeros automáticos han sido concebidos —declaró la Federación—para prestar un servicio adicional al usuario, no para crear ciudadanos de segunda clase”. Se ahorcaron con su propia cuerda. Para atraer a los indignados clientes de Citibank, el banco rival, Chemical Bank, apostó por el trato humano contra las máquinas y colgaron en su fachada banderines que decían “Nuestros cajeros aman a los clientes”; los empleados llevaban chapas con ese eslogan, servían café y pastas y en la calle un mimo animaba a la gente a entrar. Tras dos meses de fugas de usuarios, Citibank admitió su error y restableció el privilegio de todos sus clientes de elegir entre humanos o máquinas.

Actualmente los cajeros automáticos, las máquinas, ya se han convertido en el servicio principal al cliente, y el trato humano en el servicio adicional. Por mi experiencia con estas máquinas, reconozco que a veces me han sacado de apuros, pero algunos cajeros de la calle me resultan insoportables cuando los rayos del sol dan en sus pantallas, los ojos van de arriba a abajo, de un lado a otro, no ven nada, es como si operases con un fantasma.

Y ya no te digo si vas a un cajero automático a sacar dinero a medianoche, oyes que se acercan unos pasos bajo el resplandor de la luna y luego un suspiro de espantajo en tu occipucio y gritas ¡auxi…!…; pero dejémoslo ahí, eso ya atañería al género de la narrativa de terror.