Hay mucho que beber y entender en esta casa común que es el mundo. Cientos de miles de anaqueles repletos de botellas de whisky y de libros pidiendo «léeme» o «bébeme», que es casi lo mismo. Curiosidad y deseo. Sed y afán de llenar un vacío que, para los sedientos, parece no tener fin.
Siempre quise aficionarme al whisky y leer a John Dos Passos, cuyos libros consumía mi padre con celo, mientras apuraba un escocés y fumaba en pipa, sentado en su butaca a la luz de una lámpara de pie. Entre aquellos libros (Manhattan Transfer, Paralelo 42,…) hubo uno, quizá el primero que escribiera John Dos Passos, cuyo título me llamaba poderosamente la atención, pues, de alguna forma, conectaba con mis preocupaciones de entonces: La iniciación de un hombre, una novela que no apareció en España hasta principios de los 70, coincidiendo con mi paso por la adolescencia. En ese libro, de perfil autobiográfico, John Dos Passos contaba su experiencia como conductor de ambulancias en el frente de Francia durante la Primera Guerra Mundial.
El título del libro me sedujo. Yo también deseaba saber cómo devenir un hombre hecho y derecho. Aquel título era una síntesis de mis aspiraciones y un recordatorio de todo lo que me quedaba por hacer. Yo aspiraba a transformarme en un individuo comprometido, valiente y generoso; un proyecto difícil, ya que me había tocado vivir en un mundo «fuelle», como decía mi padre, en una situación bastante cómoda, sin grandes dificultades que superar. Un mundo en el que no pasaba nada, o donde lo que pasaba sucedía muy lejos. La invasión de Checoslovaquia; la guerra de Vietnam. ¡Qué fácil es soñar con la libertad cuando se está preso! —le replicaba yo. Nosotros, los jóvenes —le decía— quizá tengamos barra libre en este mundo, pero la nuestra es una libertad de pacotilla. No hay mucho donde elegir. Tampoco hay guerras próximas ni bombardeos donde poner a prueba nuestra hombría. Ese mundo «fuelle» en el que vivimos nos permite ir tirando sin demasiadas convicciones.
—Hay que comprometerse con lo que sea, chico —cerraba el círculo mi padre—. Fíjate, ¿qué necesidad tuvo Martin Howe —el protagonista de la novela de John Dos Passos— de ofrecerse voluntario para participar en la guerra europea? ¡Martin era un tipo comprometido consigo mismo y con la libertad! Eso le hizo crecer. Abandonó las comodidades de su vida en Norteamérica y se enroló en el ejército aliado contra el káiser. Quiso vivir con autonomía, luchar por la libertad de otros, defender los ideales de un mundo más justo. Ese fue el comienzo de su iniciación como hombre. ¿Y qué, si después tuvo que sufrir el horror de los campos de batalla, la trinchera, los heridos y la muerte de sus amigos? ¿No crees que ese baño de realidad le hizo crecer y confirmó la grandeza de sus objetivos?
Mi padre hablaba desde su experiencia en la guerra civil española como combatiente republicano y su posterior exilio a un campo de concentración francés. ¿Fuiste libre de tomar ese rumbo, papá? —le preguntaba yo, al límite de la impotencia— ¿Fuiste tú quién decidió actuar así o fueron las circunstancias las que decidieron por ti?
Abandonado sobre la butaca de leer, sobre la mesa del comedor, sobre la mesita de noche, La iniciación de un hombre me recordaba a cada paso que aquel adolescente que yo era debía acometer un cambio para convertirse en adulto, enfrentarse a situaciones de riesgo, más allá de los estudios y los escarceos con algunas chicas que no ofrecían peligro alguno. ¿Debía, como Martin Howe, ampliar el margen de mi libertad y pasarme la vida luchando por ella? Quizá debía huir de la familia, romper los lazos convencionales y olvidar las creencias que hasta entonces había acariciado. Quizá debía explorar territorios más inseguros y poner a prueba esa libertad que se me atribuía.
Una noche entré en un bar y trabé amistad con la camarera que atendía la barra.
—¿Qué te gustaría tomar? —me preguntó con una sonrisa— ¿Eres amigo de Javier? Hoy tenemos barra libre. Al fondo está tu amigo, celebrando la publicación de su última novela.
—No conozco a Javier, pero me tomaría un vodka con piña —pedí con absoluto desparpajo. Desconocía el brebaje, pero lo había oído en gargantas más experimentadas que la mía.
—¿Qué vodka quieres? —me preguntó la chica mientras escarbaba en la nevera— Lo siento, no hay piña. Si quieres te mezclaré el vodka con zumo de naranja.
Asentí. Aquella barra supuestamente libre y un cliente básicamente inexperto no daban mucho juego a la camarera que, por cierto, era preciosa. No había zumo de piña y yo no sabía pedir ningún vodka en concreto. Se lo dije: me obsesionaba el tema de qué hacer con mi libertad; cómo elegir en cada situación; cómo vivir una vida que valiera la pena. Pero, sin experiencia, la libertad se reducía al mínimo. ¿Vodka? ¿Whisky? ¿De qué marca? Por otra parte, sin opciones, la libertad era poco más que un juego. Tampoco podía escoger algo que, aunque me apeteciera, quedaba fuera de mi alcance: no podía decidir, así, de repente, saber tocar el piano, leer en griego, nadar doscientas piscinas o salir volando por los aires. Tengo la sensación —concluí— que esa libertad de la que hablamos no es sino un sueño. Alguna vez creí que podría ser libre; ahora lo dudo.
—¿No tendrás manías? —preguntó la chica atisbando mi desánimo.
—¿Y qué sucede si las tengo? —inquirí.
—Sencillamente, si tuvieras manías todavía serías menos libre, pues te faltaría el coraje de superarlas —sin querer me había colado en la guarida de una filósofa—. Ya ves, no hay zumo de piña ni tampoco tú sabes distinguir entre los vodkas. Si además fueras abstemio o menor de edad, no podrías beberte el cóctel que te estoy preparando…
Evité confesarle mis diecisiete años y le propuse compartir aquella bebida que, a mis ojos y oídos, crepitaba. Bebimos. Luego se avino a que le contara más cosas sobre mí. Le expliqué lo del libro de John Dos Passos y el reto de afirmar mi hombría. Le pregunté: ¿crees que somos libres para tomar decisiones y definir nuestra vida?
La filósofa me respondió con un enigma: somos tan libres como las barcas perdidas en el mar. Una bonita imagen. No sé si la improvisó o si era una chica leída, porque la frase es precisamente de John Dos Passos.
La noche terminó con la pérdida de mi virginidad.