Una vez dormidos los niños, Beatriz sube la misma foto de siempre al ordenador y, con un golpecito en la pantalla, crea un avatar. Se dice que en esta ocasión ha de quedar exactamente igual.
Escoge los años, sin quitarse ni uno, y el color de piel. Se deja las manchas en la frente y las patas de gallo que le han salido en los ojos. Le pone sus mismas lentes y selecciona la expresión de «enojada» porque se siente así. La viste idéntica a sí misma.
Sitúa a su avatar en un apartamento tal cual el suyo. Cuando se asegura de que en el fondo ha duplicado con precisión cada pormenor, anima su imagen para que se desplace por las habitaciones con un movimiento detallado.
De madrugada, desde su unidad de memoria, retrae los accesorios que ha almacenado.
¡Hecho!
Su avatar, ataviada con guantes y esponja, se encamina a la cocina. Frente al fregadero empieza a lavar platos en su mundo virtual. Beatriz gira la cabeza y, al caer en la cuenta de que sus propios platos van luciendo limpios al mismo tiempo, sonríe como verdaderamente no ha sonreído en mucho tiempo.
¡Sí!
Ahora su avatar se dirige al salón. A medida que recoge y guarda los juguetes esparcidos por el suelo, se recogen y guardan en la casa de Beatriz.
¡Éxito total!
Extasiada, Beatriz contempla a su avatar desempolvando muebles, cepillando alfombras, desempañando cristales, abrillantando los pomos de las puertas.
A la mañana siguiente, Beatriz se sienta al ordenador. Ahí está el avatar, escribiendo algo con una sonrisa maliciosa en la cara. Beatriz la mira interrogante. ¿Estará su avatar creando su propio avatar? La duda se le despeja en el preciso momento en el que, a pesar de su resistencia, contra su voluntad, el cuerpo se le levanta y empieza a lavar platos en el fregadero.
Desde el ordenador oye: ¡¡Sí!!