Cuando estoy muy lejos, más allá del mar, no importa si Mediterráneo o Atlántico, a veces siento una punzada de angustia que no es nostalgia de mi hogar, sino algo más profundo. En ocasiones aparece un niño que me trae objetos extraños y calma bruscamente mi inquietud.
Hace años, hallándome sentada en las gradas del anfiteatro romano del Djem en Túnez, bajo un sol abrasador, me acometió un repentino dolor de cabeza y una náusea profunda. Mi hermana y cuidadora, Ángela, se había alejado en busca de una botella de agua a un puesto cercano. Se me acercaron un par de criaturas. Una de ellas llevaba entre las manos, tapándolo con un papel de periódico, algo que me ofreció sin enseñármelo, por one dollar. Se lo di por quitármela de encima. Me tendió riendo una cajita hecha con cristales de ventana que contenía un enorme escorpión negro, muerto, con la cola doblada para que cupiera. Lo dejaron junto a mí sobre un sillar y se fueron muy contentas, mientras Ángela llegaba con el agua. Mi malestar se disipó inmediatamente, antes de que ella estuviera junto a mí y de que el agua fría calmara mi ardor. Contempló el trofeo con admiración y lo metió en nuestra bolsa de las adquisiciones maravillosas.
La segunda vez que fui víctima del síndrome de Stendhal que me asalta entre ruinas milenarias, fue cerca de la pirámide de Zoser en la necrópolis de Saqqara. Habíamos ido hasta allí en un taxi con una joven y vivaracha conductora y guía local que nos proporcionó el hotel, llamada Mandisa. Salimos al amanecer mientras el resto de la excursión de fin de carrera se quedó descansando para hacer compras.
Saqqara está a treinta kilómetros de El Cairo. Llegamos a la salida del sol, que pareció brotar de la mole escalonada del monumento. A la simpática guía se le terminó el petróleo del quinqué en pleno descenso por las escaleras de caracol y el corredor interno de la tumba, mientras repetía una y otra vez «dont worry, dont worry». Lo sustituyó con una linterna militar hasta que llegamos a la cámara funeraria, cuyas pinturas maravillosas admiramos con pasmo. Al salir a la superficie me sentí mal. Ángela y Mandisa se alejaron en el coche en busca de algún remedio y de agua fresca, porque las cantimploras se habían recalentado y allí no había ni un alma. Los turistas solían llegar algo después. Quedé esperándolas a una sombra, pues el mareo y la angustia me impedían tenerme en pie. Cuando estuve sola, vi ante mí a una linda muchachita con la cabeza rapada salvo una trenza lateral, que me sonreía. Me pidió nada menos que cinco dólares por la mercancía que llevaba escondida con las manos a la espalda, como al parecer es costumbre de los niños vendedores de todas las latitudes o por efecto de la globalización o de mi ofuscamiento. «No, one», dije sin pensar. «Four», replicó la pequeña con voz de pájaro. Fascinada por su gracia y sintiéndome incapaz de regatear, se los di, del pequeño fajo que llevo siempre en los viajes en un bolsillo de la cazadora. Sobre la palma de su mano izquierda brilló una piedra azul transparente del tamaño de un huevo. Me la tendió cuando tuvo el dinero y se fue corriendo junto a otra que surgió de algún sitio, mientras yo miraba con arrobamiento aquella cosa preciosa y fría. Comenzó a oírse el ruido del coche que se acercaba. No habían transcurrido ni diez minutos. De pronto me sentía bien y no necesité el ibuprofeno que traían Angela y Mandisa de un tenderete de la Cruz Roja del cercano poblado.
La piedra era cuarzo azul, según me explicó más tarde mi amiga Delirio, dueña de la tienda esotérica Mystic Topaz, quien me felicitó por la adquisición, lo cual no es frecuente en ella. Dijo que se trataba del cuarzo celeste más puro que había visto nunca, salvo por una pequeña rebaba de piedra madre blanca en uno de sus lados, que señaló con el dedo, pero añadió que no lo afeaba en absoluto. Dijo que el cristal de roca azul es la piedra más espiritual, lanzada por Pirra tras el Diluvio para recrear la estirpe de las mujeres. La limpió con el sonido de un cuenco de bronce. Luego me enseñó algunas piezas asombrosas realizadas con cuarzos azules y le compré algunas por mucho más de cuatro dólares la pieza que me pidió la niña egipcia. Una de ellas me había llamado poderosamente la atención. Era un colgante cuya piedra tallada en forma de lágrima resplandecía con una luz celeste con reflejos dorados. Delirio la llamó aqua aura, que yo no había oído nunca. Cuando le pregunté qué quería decir, me explicó que era un cuarzo purísimo tratado con cobalto y vapores de oro en laboratorio, y que sin embargo tenía propiedades mágicas para la salud del cuerpo y el alma. Esta, al final no pude comprarla: su precio excedía de mi presupuesto para caprichos de aquel día.