Amor de padre

Casi lloré de emoción al ver esa escena en el cine

 

Padre de dos hijas, sin ningún hijo en mi haber, me libré del oprobio ese (visto de lejos, como cosa ajena) de tener que estar lanzando o recibiendo la pelota de mi hijo durante una eternidad. Para aclararnos: eso que en las películas americanas se convierte en lanzar una y otra vez una pelotita, haciendo una gran gesticulación, al hijo que la atrapa con un gran guante en su mano, aprovechando los descansos para dar lecciones de vida al indefenso mozalbete.

Es verdad que, con sumo placer, en el pasillo de casa hicimos los tres buenos partidos de algo parecido al fútbol. Yo, para equilibrar, formaba equipo con Mar, tan pequeña que apenas —y aquí la expresión está muy bien empleada— daba pie con bola. No podía, además, salir más allá del medio campo de nuestra portería, a la sazón el umbral que conectaba el pasillo con la entrada. Por su parte, Ginebra, su hermana mayor, nuestra contrincante, gozaba de una portería (la puerta que conectaba, al otro extremo, con la sala de estar/comedor) que no permitía colar goles como los que recibíamos nosotros, casi todos rebotes de las paredes laterales del pasillo, porque éste se ensanchaba mucho al llegar a ella. Detallo todo esto para que se vea que el mayor fairplay presidía todas mis actuaciones. Bueno, a lo que iba: el caso es que esa era una actividad privada, efectuada —griterío asociado al margen— en la más estricta intimidad, sin nada de ese exhibicionismo malsano fomentado por tantos padres con sus hijos.

Aborrezco también otra actividad ligada con el deporte y los hijos. Una actividad que se avanzó mucho tiempo a esa tendencia imparable hoy en día de equiparar a las mujeres con los hombres en todos los campos. Efectivamente. He podido comprobar que cuando un alevín participa en un enfrentamiento deportivo, participan y quizás hasta vociferen más las madres que los padres que acuden, todos ellos, eso sí, dispuestos a las mayores tropelías para que la sangre de su sangre lleve a la hora de la comida a casa un inmundo trofeo.

Pero en una ocasión me convencieron de asistir a una competición deportiva en que participaba Ginebra, entonces mucho más pequeña que cuando vencía una y otra vez en esos especiales partidos de fútbol caseros. Era una carrera de natación, final del cursillo estival al que la habíamos inscrito para que superase algo el estilo perro y muerto del que hacíamos gala sus progenitores. Dadas las dimensiones familiares de lo expuesto, ya se habrá averiguado que no voy a recordar ninguna secuencia que pueda contemplarse en un cine. Todo lo más en una sesión doméstica, pues grabé parte del acontecimiento con una cámara de vídeo S-8. Espero que se me permita, por una vez, la licencia, ahora que la gente ve mucho más cine en casa que en salas de cine.

Pues bien. Ginebra era, en esa circunstancia, la novata y, seguramente, la más pequeña. Aún no se mantenía a flote demasiado bien. Dijimos que no la llevaríamos a esa fiesta final, porque no podría hacer, por mucho que se esforzase, el largo de la piscina que marcaba la competición. Pero entonces nos dijeron que sí, que fuera, que podía participar con un manguito en un brazo, lo que le daría confianza y le permitiría acabar el recorrido.

Llegó la manga de su competición y salieron todas raudas hacia el otro extremo de la piscina. Yo esperaba que no se desmoralizase viendo cómo se alejaban todas sus contrincantes cuando, con gran sorpresa, vi que no sólo se mantenía a su altura sino que, por el final, haciendo de tripas corazón, apretó los dientes y braceó y movió las piernas como nunca, llegando la primera.

Será orgullo de padre, pero el caso es que me emocioné del esfuerzo que había hecho, yo creo que porque habíamos ido a verla actuar. Pero luego la organización tuvo un gesto muy feo, que me dejó machacado. En la entrega de premios, cuando ya iba a recoger su trofeo, dijeron que como había ido con manguito, se lo entregarían en su lugar a la segunda, una chica bastante mayor que ella, que fue vitoreada por sus padres y parte del público congregado.

Por dentro lloré de rabia. Fue uno de esos momentos en los que con suma facilidad me habría convertido en un padre de esos que denigro.