Sorprende su apariencia enjuta. Parece que los años no hayan pasado para él; en realidad no difiere mucho de cuando era joven. Pelo tieso y lacio, quizá se le adivinan algunas canas, siempre a medio rasurar y atuendo cómodo. Sin pretensiones.
Un día se hartó de la ciudad y quiso volver a su pueblo. Tuvo un golpe de suerte y además le salió la oportunidad de comprar allí una finca con casa incluida. De hecho, está arreglando la propiedad para sentirse a su aire. Lo hace él mismo; aprendió mucho en sus años de ciudad. Oficios útiles, los llama él.
Uno de esos días, cavando un arriate en frente del portal, se ha topado con lo que parece una urna llena de cenizas. Como no es supersticioso y ha considerado que no le estorba mucho, la ha dejado donde estaba. Al fin y al cabo, allí solo quiere poner alguna planta que anime la vista, de esas que son muy gitanas y viven en cualquier condición.
Al otro lado del portal, en el arriate de la izquierda no ha encontrado una, sino varias urnas. Y entonces se ha dicho: ¿Habrá también en los campos que rodean la casa?
Y sí, hay más. Ha observado que eran distintas, unas parecían más viejas y otras no tanto, y ha comprobado que cerca de la casa, en uno de los campos, también había algunas otras. Entonces su cabeza ha comenzado a revolucionarse y le ha presentado una idea bien definida, como si la hubieran dibujado justo y precisamente para él. Así que se ha dicho: pongámonos manos a la obra, Alejo.
(…)
Frente al camino de acceso a su propiedad colocó el cartel: Cementerio moderno.
En el pueblo repartió folletos explicando cómo se podía acceder a este tipo de cementerio con los restos de los familiares incinerados, evitando el columbario oficial que resulta más caro y obliga al mantenimiento de la sepultura. Ya se sabe que hay familias que no desean conservar las cenizas en casa y, aunque se haga, hoy en día no está permitido esparcirlas al viento.
En el folleto informaba que se puede alquilar un pequeño trozo de terreno donde enterrar la urna en cuestión y acudir al lugar cuando uno quiera, que se garantiza permanencia, que se puede poner un distintivo para identificar al cesado, ya sea de madera, de piedra, o sencillamente una planta, y, si se desea, incluir el nombre. Se advertía también que no están permitidas las cruces ni otros símbolos religiosos, sean del tipo que sean.
Alejo consiguió el permiso, vayan ustedes a saber cómo; el hecho es que acudieron al anuncio incluso personas que encargan una plaza por adelantado, haciendo reserva de la orientación que más les gusta.
(…)
Ahora, después de diez años de funcionamiento, Alejo, que se ocupa él mismo del mantenimiento de este cementerio, se gana la vida como nunca hubiera imaginado. Cuando no le apetece estar solo, conversa con los que acuden al lugar para cuidar el trozo de tierra donde yacen las cenizas de su finado o finada.
Se está planteando poner un pequeño bar para atender a los clientes a quienes les apetezca un refrigerio o un refresco. Para la cuestión buscará a alguien del pueblo que sirva a los que vengan, que él ya tiene bastante trabajo.
Sorprendentemente, quizá por la falta de espacio y lo costosos que son los cementerios al uso, el cementerio de Alejo ha aparecido en internet. El de Alejo, ha sido el primero, pero no será el último. Sin nichos, sin construcciones, ni capillas, ni oficinas, solo campo puro y duro y una valla con la que, poco a poco, el mismo Alejo ha ido delimitando su propiedad.
Ya saben: no esperen a que haya lista de espera, que ese acontecimiento se presenta sin avisar.
¿Acabará convirtiéndose en una atracción turística? ¡Qué peligro, todo se corrompe!