
“Ahuyentador ultrasónico para topos”, leí fascinada en una entrada de Google, cuando buscaba, el primer día del año, un remedio contra las cucarachas. Había aparecido una como presagio funesto: salen del infierno para minarnos la moral. Entonces, por un juego de la memoria inconsciente, recordé al ahuyentador de pumas.
En toda tierra de montes y granjas se conoce la figura del ahuyentador, que no es un aparato ultrasónico, sino un ser humano con chaqueta Hunter, botas camperas, sombrero de fieltro y carabina de cerrojo Browning. Conocí a uno inolvidable gracias a la serie americana Mountain Men (2016) —¡de algo tiene que servir la tele!— y me enamoré inmediatamente de él y de su figura mitológica —¡y ecológica, pardiez!, respetemos el planeta sin renunciar al solomillo de ternera—. Era un joven de ojos rasgados, cuerpo flexible como el de los gatazos a los que ahuyentaba y con la piel del aniñado rostro curtida por la intemperie. Por su aspecto se diría que era hombre de pocas palabras, aunque no taciturno. Su sonrisa no salía en la serie, pero debía de ser luminosa.
Los granjeros lo contrataban cuando el hambre apretaba a los depredadores hasta el punto que estos se arriesgaban a entrar en los terrenos vallados y arramblaban con algún que otro ternero perdido o aborrecido por su madre, o cuando se acercaban demasiado a un colegio rural. El muchacho era experto en ahuyentar felinos salvajes. Su herramienta de trabajo eran sus podencos, que lo adoraban como a un dios campestre y a los que manejaba con tremenda habilidad. A menudo la bella presa trepaba a un árbol huyendo de la jauría. Entonces él llegaba y la espantaba con tal pericia que la echaba de allí para siempre. Se sentía humillada y no volvía nunca más. Nadie sufría ni moría en esta clase de caza, aunque alguien se enfurruñaba, generalmente el gato desalojado. Los rancheros lo celebraban con el muchacho con un buen trago de bourbon —el chico, de cola, porque tenía que conducir la furgoneta perrera de regreso hasta su pueblo—.
En una ocasión, en Kenya, cerca de uno de los lodges donde se rodó Memorias de África, un oscuro leopardo, mal llamado pantera negra, se arrojó desde una acacia sobre un ahuyentador samburu del parque nacional de Masai Mara y lo desnucó con sus potentes colmillos como a una gacela de Thompson. Al menos eso cuentan los guías de Abercrombie cuando los turistas del todoterreno se aburren sin poder fumar, esperando ver moverse por la temblorosa sabana a un león o algo que fotografiar. Se ignora por qué no se lo comió, responde el guía a una morbosa pregunta del turista. La que escribe esto cree que es porque la solitaria y perfumada pantera —Véase mi libro La bella, enigma y pesadilla: Esfinge, Medusa, Pantera (Tusquets 1991). ¡Ya!— es una aristócrata que no permite que la echen de un territorio que considera suyo, o que la molesten en su siesta en el árbol los blancos o los nativos.
La entrada “Trampa de hogar con pegamento para insectos rastreros” también me hizo flipar en colores, pero me interesó menos y no me sugirió nada.