El verano de Amanda

Cruzando los límites

Amanda estaba en la orilla del río, sobre una roca elevada, dejando que la luz irritada del sol levantase el murmullo displicente de las cigarras. Había ido con un grupo de amigos, a los que miraba en el agua turbia como quien contempla una creación imperfecta, con cierto rictus de desaprobación. Todos tenían entre trece y catorce años, pero creían haber vivido como si tuvieran cien. Estaban desnudos. Se preguntó si eran reales, con esa sensación irreductible de inmortalidad que tienen los adolescentes convertidos, por obra y gracia de su existencia, en el centro del universo y, a la vez, en la pavesa de un incendio destinada a desaparecer. Para ser una cría, tenía muy claro que era la diosa de su universo y la reina en un cortejo de reyes inexistentes.

Dio gracias por no tener el poder de incendiarlo todo a su alrededor como la Carrie de Stephen King, y a la vez supo que no podría hacerlo, porque nunca sentiría que los demás no le importaban. Hasta el agua parecía helarse con aquellos pensamientos, que sustituyó por la contemplación de las nalgas de sus compañeros. Patricia tenía unas caderas espléndidas, pero sus glúteos mostraban signos de que padecería muy pronto el síndrome del panal de abejas, y su actividad sexual duraría una veintena de años más hasta que al tocarse y mirarse en el espejo su capacidad de sentirse deseada y por tanto de desear se extinguiese. Richard y Thor tenían culos muy parecidos, varoniles, estrechos. Mientras no se dieran la vuelta para mostrar sus escuálidas posesiones, parecerían sementales que han visto reducida su dieta a la escasez de un campo de concentración: el esqueleto es muy evidente en los hombres muy delgados, se podrían meter los dedos entre las costillas, bajo las nalgas solo hay huesos. Flori tiene las típicas nalgas africanas estrechas y prominentes, puro músculo. Nuraldín y Dongsun apenas tienen nalgas y sus caderas son breves y aceitunadas. Virginia tiene las piernas separadas y, si tuviera pelos, se verían por detrás. En las chicas huesudas afloran los huesos de las caderas, las piernas parecen más delgadas, la espalda remarca las costillas y cuando se ponen de costado parecen confundirse con el viento. Dongsun es casi transparente, Nuraldín es inexistente, Patricia tiene la cabeza más grande, el cabello negro y esponjoso. Los chicos, llevados al extremo, parecían combatientes de una guerra en la que solo se alimentaran una vez a la semana, y llevaran meses de marchas extenuantes.

Amanda se tocó las caderas y no se sintió tan delgada; vio su reflejo en la superficie del agua: parecía un cabezudo rubio con rostro de muñeca deformada, pero aun el brillo de los labios enrojecidos, los ojos especulares llenos de algo que parecía expectante, la forma ovalada y el cabello rubio, corto, enredado, aun sin cejas, la hacían parecer femenina en aquella bañera en la que acabó por introducirse dispuesta a soportar la caricia del agua. La probó. Era dulce como las plumas de aquel canario que se metió en la boca cuando tenía cinco años.

Cuando levantó la cabeza, vio que Richard la estaba mirando. Primero dudó si apartar la mirada, pero enseguida hurgó en busca del menor deseo en sus ojos verdosos de niño pelirrojo. Era inocuo, tan estéril como el verdugo a un segundo de cortarte la cabeza. Sin embargo, podía haber todo un mundo de sensaciones debajo de aquella inexpresividad, como sucede con todo buen jugador que vende su alma torturada.

Richard vio a Amanda mirarse en el agua, como debió hacer Narciso antes de enloquecer de amor por sí mismo, pero Amanda no mostraba cara de felicidad. Como él, no se reconocía a sí misma. Era el momento de dudar si no estaban anestesiados en la mesa de un quirófano. Quizá tenían que vivir esta experiencia antes de que fuera real y estaban cómodamente tumbados en una habitación dentro de una nave en órbita, quizá eran piezas de algún juego virtual. Pero la mirada de Amanda le hizo ver que no era un sueño. Buscaba en él complicidad, la de conocerse mutuamente, en el mismo limbo, de encontrarse con un cuerpo que no era el suyo.

Pensó: «¿Y si diera unos pocos pasos y la abrazase? Aunque no sintiera nada».

Dio dos pasos y se acercó a Amanda. Ella abrió mucho los ojos sorprendida. Si hubiera tenido un cuchillo, pensó, se lo habría clavado en el cuello, de arriba abajo —«eso es perversión», se dijo—, mas permaneció muda y estática, de manera que él acabó por acercarse tanto que sintió como si una nube de mariposas aleteara sobre su cuerpo.

La abrazó y fue como si se hubieran agarrado a un cable conectado a la corriente. Era de esperar que aquella energía se dirigiera a sus centros de placer, pero todavía no. Un escalofrío recorrió la espalda de ambos, se tensaron sus lumbares, se les contrajeron los músculos dorsales y sintieron como si se abrieran todos sus chacras, menos el del sacro, en la base de la espina dorsal, ese que dicen asociado a la sexualidad, la creatividad, la sensualidad y la emoción: el svadisthana. Ese que da la vuelta a los órganos genitales hasta el ombligo y que solo pudieron sentir como si fuera una batería descargada que acaba de conectarse y muestra una delgada línea roja de pálido y vibrante fuego. Tenían que encontrar placer en el contacto. No sexual, pero sí de padres e hijos o de hermanos cuando se abrazan después de mucho tiempo. Ese lazo que une a los seres humanos.

Poco a poco, sumergidos hasta la cintura, desnudos, sin que el placer se dirigiera a sus órganos sexuales, sintieron que abrazarse era bueno. Estuvieron así hasta que los demás se unieron.

A Virginia se le saltaron las lágrimas cuando vio a los siete abrazados como un equipo deportivo antes de una competición. Desnudos, como si fueran uno solo, parecían un único animal con muchas piernas, un pulpo con siete cabezas y catorce brazos rodeándose; o tal vez un grupo de tortugas atraídas por ese impulso extraño de algunos animales que, aun sin conciencia de lo que hacen, sienten la necesidad de agruparse.

Estuvieron así hasta que el sol se rindió detrás de la montaña y el atardecer empezó a crecer bajo sus pies. El verano troquelaba el azul del cielo en oscuras regiones poligonales mientras pinos, chopos, retamas y petirrojos veían su mundo desmoronarse en una cascada turbia y oscura de todas sus partes. Había que acurrucarse en la noche veraniega, quizás encender una hoguera donde están prohibidas las hogueras.

Pero este deseo no fue más que un espejismo cuando la oscuridad naciente absorbió su universo y el pincel borró todo lo existente para devolver a Amanda y los demás a una habitación apestosa llena de vómitos. Otro despertar en la habitación veraniega de la nave Osiris camino de la constelación de Acuario. Era el año cuarenta y dos desde la partida, tercera generación de supervivientes con una esperanza de vida de veinte años. Cada vez menos. Un año más y a las chicas les tocaría parir una nueva generación que llevaría su propio veneno en la sangre.

¿Qué quedaría del ser humano en el año ciento dos?