El sueño recurrente

La sombra liberada

 

[Los psicoanalistas afectos a investigar en los sueños de sus pacientes insisten en el asunto de los sueños recurrentes. Hay algo que aclarar antes de meterse en el asunto: las ultimísimas teorías de los neurólogos, que explican el sueño como un proceso de limpieza y borrado de recuerdos inútiles, refutan la existencia de los sueños recurrentes por pura aplicación de la lógica. Pero, sin embargo, los sueños recurrentes están ahí].

A lo largo de la vida he tenido varios sueños recurrentes. Recuerdo un sueño infantil que se repitió infinidad de noches: un huevo de gallina desciende por unas aguas azules y limpias, girando sobre si mismo de forma grácil, elegante y ligera. Hasta que llega al lecho marino (algo me induce a pensar que esas aguas son marinas) y, en el mismo instante en que va a estallar por el impacto, me despierto.

Luego he tenido otros, menos graciosos. El último viene repitiéndose desde hace unos tres o cuatro años, a veces con grandes intervalos, de meses. En este sueño, entro en un edificio desvencijado que se encuentra en lo alto de una colina de roca arenisca que aflora entre una vegetación decrépita y enfermiza. Pudo haber sido, en su origen, un bloque de pisos para obreros, pero una erosión milenaria le ha ennoblecido la silueta, que se asemeja a la de una fortaleza etrusca. Los techos son bajos y hay infinidad de puertas, portezuelas, balcones, terracitas con balaustradas, tragaluces ciegos. A veces entro en grandes habitaciones que antaño fueron puro lujo pero ahora son herrumbrosas, tristes. Otras, en cuartuchos minúsculos y recónditos, oscuros y polvorientos. En uno de estos últimos siempre me encuentro a una jovencita, vestida con un abrigo rojo, que mete a tres gatitos recién nacidos dentro de un saco y luego golpea el fardo contra la pared. Hay un olor a humedad persistente, y a pescado. En una alcoba de paredes forradas de terciopelo rojo, un hombre que se parece mucho al Carl Jung anciano agoniza atado a una cruz de San Andrés y murmura palabras en francés. Postrada en un retrete exiguo está Marie Curie, cuya faz brilla con tonos verdosos en la oscuridad. A su lado, Benjamin Franklin desgrana un rosario y reza en latín. En otros aposentos he visto a Napoleón, a Gengis Kahn, a Kubrik e incluso a Herman Melville.

En cada sueño me adentro un poco más por los endiablados vericuetos de ese edificio, con la seguridad que da el conocerlo de antemano. Cada vez soy más osado. Aunque hay algo laberíntico y endiablado en la disposición de las estancias, creo poder afirmar que me desenvuelvo bastante bien sin temor a incurrir en la soberbia. Con el paso del tiempo (de los sueños) ando por sus singularidades con cierta elegancia.

En una de las habitaciones hay una cama enorme. Es cuadrada y debe medir no menos de cuatro metros de lado. Está cubierta por unas sábanas que fueron blancas y ahora amarillean, y están salpicadas de manchas parduzcas. En esta cama yace mi madre, que murió (en la vida real) hace siete años. Está ovillada y parcialmente cubierta por la sábana. Sin embargo, está distendida, relajada. Algo ausente, diría yo. No tiene el aspecto de cuando falleció, sino que es la mujer que fue a los cincuenta años. Me tumbo a su lazo y la abrazo con respeto y con dulzura. Incluso con algo de reparo. Nunca había abrazado a una muerta y eso no es un aprendizaje fácil. Le pregunto si se encuentra bien y lo hago con cautela, casi seguro de que la pregunta es tan educada como desafortunada.

-Bien- me responde ella, en tono protocolario y aburrido.

Yo le pregunto algo más, y le recrimino la parquedad de las respuestas. Pero ella cierra los ojos, lanza un suspiro y luego se acurruca, y así me comunica que está cansada y que la entrevista ha terminado.

Si me sobra tiempo antes del desvelo, sigo adentrándome por los pasillos con la intención de encontrar a mi padre, ya que algo me dice que debe andar por aquí. Una vez creí dar con él, pero fue solo una ensoñación.