María Zambrano hablaba en un textito impagable (La vocación del maestro) de ese instante demiúrgico en que el docente, asesino lorquiano de palomas, desprecinta el silencio para injertar su voz. Y elogiaba su tiritar de estrella nerudiana en la noche más risueña o acaso más triste. La voz que no tiembla al empezar a hablar, se explayaba, será la de un docente, jamás la de un «maestro».
No profanaré aquí los matices que ocultan, dentro de la enseñanza, el muy noble grial del magisterio pero hay voces que arrullan cuando claman y voces inaudibles que no saben temblar. Voces sísmicas y voces silenciarias. Voces inanes y voces galerna.
María Zambrano hablaba del temblor del maestro y, rescato el suyo, un temblor sanitario, porque me tiembla el cuerpo e ignoro dónde nace su incógnito temblor. Por no deshacerme y perderme en mis lloros, busco su afluente en las cuerdas vocales del docente que antaño entraba en las aulas a expandir su canción, pero las aulas callan, desaparecen en un grumo de aire que incendia la memoria y dejan, en la vida, las brasas de un pasado que ya no es redentor; el quemazón de una respuesta macabra y transparente: el iris del temblor.
Alguna vez temblé junto a mi voz al impartir mis clases y lo hago hoy cada vez que hablo delante de otro ser, pero el de hoy es un llanto anclado en el desagüe y yo soy un espasmo en la cuerda de alambre que separa el ahora del eterno ayer. Una pavesa en la espiga dorada de la melancolía. El hombre que llora cuando evoca a Werther, contempla sus manos, se abraza a las palabras y no sabe qué hacer.