Los huevos que no falten

Mercado Central

 

Recuerdo los primeros huevos de mi vida con amargura. Eran pequeños y muy bonitos, más que las canicas de mis hermanos, de color verdoso con manchas moradas. Alguien los había dejado junto a la pila del corral mal envueltos en papel de periódico. A su lado debía de haber un cuchillo, el mazo de un almirez o algo semejante, porque de otro modo no hubiera podido producirse la catástrofe. Deduzco que, llevada por la manía exploradora propia de mis cinco o seis años, casqué uno de ellos y que esto me produjo tal placer que no pude dejar de ir sacándolos del envoltorio y reventándolos ―crash, crash― hasta que no quedó uno sano. Sólo me acuerdo claramente de que sobre la losa del fregadero permanecieron temblando varias cosillas amarillentas y translúcidas, que me resultaban familiares. Me sacó de mi contemplación inquisitiva un vozarrón de vieja pueblerina ―mi abuela Gerundia―, que clamaba:

―¡Velay, Dios de los cielos! ¿Qué has hecho, demonio? ¡¿Pero, Virgen Santísima, qué has hecho?!

La voz cansada de mi madre preguntó en off desde la cocina:

―¿Qué diantres pasa ahora, madre?

―La rata esta de tu hija, que ha reventado todos los huevos de codorniz que trajo esta mañana el Paco, el pobre, que se pegó un madrugón para ir a por nidos. Los tenía ya comprometidos con la tía Flora, la del notario para unos canapés. ¡Me cagüen tu sombra, renacuajo!

Para sombra, la de la mano rugosa de la arpía levantada contra mi carita de niña de ciudad, que nunca había visto tal cosa en su vida ni sabía nada del interdicto que pesaba en contra de su destrozo. Finalmente todo quedó en nada, porque, como dijo mi madre, que los hubieran puesto en un sitio más adecuado y que qué iba a saber yo, inocente Mariposa.

Anteayer vi huevos de codorniz en el Mercado Central. En la parada de Rosa Mari Corrales había muchísimos, preciosos, en hueveras de a docena coquetonas como bomboneras. Presa de emociones encontradas, compré una caja y esta mañana me he dado el gusto de machacarlos uno por uno en el cuenco tibetano que compré en Mystic Topaz. Han ido a parar al váter. Cuando se lo he contado a mi maestra de yoga y guía espiritual Angelines mientras tomábamos unas birras, se ha reído y me ha felicitado.

―Muy bien, Mariposa. Hay que mantener el karma limpio de las máculas del pasado, que en definitiva, como bien sabía Jung, son muy nocivas. Ha sido una hermosa psicomagia.

―¡Anda, pues es verdad!

Algo más extraordinario me ocurrió en el mismo establecimiento de la guapetona Rosa Mari Corrales, cuya tersa piel me hacía pensar que se alimentaba únicamente de huevos crudos ―seguramente, por algo que había leído en alguna revista de la peluquería―. Pues bien, un rayo del sol del mediodía, atravesando la cristalera de la claraboya central, iba a incidir de lleno en un par de huevos hermosísimos, uno blanco y el otro moreno, que yacían sobre un paño, separados del resto. Me encapriché de ellos inmediatamente.

―¿Qué le pongo, doña Mariposa? ―preguntó la vendedora con su voz cálida y tierna, que ya hubiera querido yo para mi madre.

―Una docena de pato y esos dos de ahí ―respondí señalando los de la epifanía lumínica.

―¡Huy, los de pato no están hoy muy católicos! No se los recomiendo. Los voy a retirar. Llévese estos de gallina de corral ecológicos, que están como rosas.

«Biorrosas serán, si saben a algo, porque las rosas de invernadero son insípidas», pensé. Me los puso muy pulcramente, escogiendo los más gordos. Le recordé:

―Y esos dos de ahí ―el rayo celeste ya se había corrido para allá unos centímetros, pero el resplandor perduraba.

―Esos son de cisne. No puedo venderlos.

―¿Y qué hacen ahí si no puede venderlos, buena mujer? ―pregunté en son de broma.

―Es que tienen que venir a por ellos. Me los ha encargado el restaurante La Alcaldesa, con muchísima prosopopeya, para agasajar a un cliente de campanillas― y los tapó con un periódico, abierto a modo de tejado protector de miradas indiscretas como la mía.

Me fastidió tanta gansada y me dije a mí misma que no me movía de allí sin los huevos luminosos. La operación tenía que ser rápida si no quería que los del restaurante se me adelantaran, así que aproveché un descuido de la Corrales, que estaba cobrando a una clienta, y me los metí en la bolsa sin ningún recato o disimulo, sino más bien como quien pasaba por allí y cogía algo suyo. Lo había visto mil veces en las películas de Chaplin y Jacques Tati con las que deleitaba a mis alumnos del máster de audiovisuales al menor pretexto, cuando las explicaciones teóricas los amuermaban.

Lo malo fue, amigos míos, que cuando llegué a casa en posesión de semejante tesoro, no supe qué hacer con él. Me daba no sé qué cenar huevos de cisne fritos. Pasados por agua parecía una opción menos grosera o escalfados o rotos ―esto último sonaba más actual y de chef―; tortilla, ni pensarlo. Los guardé en la nevera, cenamos sopa de verduras y hamburguesa vegana, y me fui a dormir pronto, porque al día siguiente tenía clase a primera hora.

¡Ay, Hermes y Morfeo, mis guías en el sueño! ¡Ay, Angelines, mi tutora espiritual! Las aguas verdosas del inconsciente se abrieron ante mí como las del Mar Rojo ante la vara de Moisés. Del huevo blanco, que yacía cascado en el suelo de un prado como pintado en el taller de Leonardo en Milán, sobre un fondo rocoso cósmico, vi salir en maravilloso calopismo, enredados y amorosos, a los dos hijos divinos del huevo de Leda fecundado por Júpiter: Helena y Pólux; y del huevo tostado, a los dos hijos humanos, progenie de su legítimo esposo: Clitemnestra sangrienta y Cástor, el púgil.

Cuando sonó el despertador, no lo maldije como otros días. Necesitaba levantarme y comprobar que los huevos de cisne ocupaban su lugar en el frigorífico, y que lo anterior había sido un sueño del que me estaba costando despertar. Fui a la cocina y… ¿Qué rayos vi? A los gatos Manuelo y Lucky lamiendo un charquito de clara transparente donde flotaban cuatro yemas mitológicas como cuatro soles.

―Cariño, al sacar la botella de leche se me han caído y se han roto dos huevos que había en el frigo. Me voy que llego tarde ―oí antes del portazo de mi marido, que asustó a los mininos, alejándolos del manjar con sendos saltitos.

En otra ocasión, por Pascua, la Corrales tuvo en el puesto un huevo de avestruz que parecía estucado. Me recordó algún cuadro flamenco o italiano del siglo XV en el que tales huevos colgaban del techo sobre la cabeza de una Virgen.

De pronto me encontré en Kenia, durante un viaje de Abercrombie, alucinando con el huevazo que nos sirvieron artísticamente troceado en Nairobi, entre los entrantes, en un restaurante especializado en carne de herbívoros exóticos de la sabana, como gacelas Thompson lechales, chuletones de cebra y jamón de facóquero. También había carne de cocodrilo de granja, blanca y con buena pinta, que nos dijeron que sabía a pollo y a marisco. Y aquellos huevos gigantescos. El local y el servicio eran excelentes, pero a mí ―quizá aquel día había olvidado tomar mis pastillas― me pareció una sucursal cinco estrellas del infierno.

Sentí una náusea y, al borde del vómito, pedí al elegante camarero samburu que nos atendía si, por favor, podían traerme una tortilla francesa de huevos de gallina. «Naturalmente, madame ―respondió―. ¿Y para beber?» «Agua mineral sin gas» ―respondí pensando en la cantidad de pastillas que tenía que tomarme. Mis compañeros me miraron con cierta sorna ―ésta, siempre con sus rarezas―, mientras la grasa de los suculentos asados les corría por la barbilla.

Así que el puto huevo de la Corrales aquella vez no me impresionó para nada, a pesar de ser natural, ecológico y estar en venta sin problemas, no como los de cisne para La Alcaldesa. No caí en la trampa de adquirir semejante chorrada de huevo de Pascua para pijos. En caso de antojo, era mejor comprar uno de chocolate.

Iba a acabar aquí, pero mientras cerraba el archivo ha caído por un agujero del techo un cascarón enorme que casi me rompe la cabeza. ¿Será posible? Mis días están contados. Pronto saldrá el avechucho y tras él, su madre, en su busca. No debería haber comprado a la Corrales, ni traído hasta aquí con mil fatigas lo que está eclosionando en el piso de arriba. ¿Qué necesidad tenía de cargar con un huevazo del Ave Ruc, aunque estuviera de oferta?


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