La mujer más gorda del mundo

Las horribles historias de Sileno

La mujer más gorda del mundo vive en una roulotte frente al cementerio de Valencia, en el descampado donde se instalan los circos que visitan la ciudad. De hecho, la mujer más gorda del mundo formaba parte de la troupe del Circo Coyote, que visitó Valencia hace dieciocho años. El propietario del circo, el recientemente fallecido Fabián Heredero Coyote, decidió prescindir de sus servicios y abandonarla en el descampado. Fueron los tiempos en que la exhibición de fenómenos humanos había perdido fuelle y el señor Coyote consideró que mover a Mariela Rubio, que así se llama la susodicha, y acomodarla al traqueteo itinerante del circo, suponía un derroche que no se podía permitir. El circo Coyote abandonó Valencia en el 2001 y abandonó también a Mariela y su roulotte. Desde entonces, la mujer más gorda del mundo ha sobrevivido sin apenas moverse, encerrada en su caravana, esperando que el municipio la rescate del olvido y la coloque en algún centro de acogida donde pueda recibir atenciones y cariño.

No es que la mujer más gorda del mundo esté sometida a maltrato en ese descampado. Al contrario. Cada día, una legión de señoras de la liga protectora de animales le lleva alimento y bebida, de manera que, sin necesidad de salir de su encierro, Mariela ha podido desarrollar un imponente corpachón. Y no tiene queja. Además, no le faltan distracciones con la gente que entra y sale del cementerio y los gatos asilvestrados que la visitan y toman el sol tumbados en el techo de su caravana. Con el tiempo, Mariela ha ido acomodando sus grasitas al reducido espacio de que dispone. Por lo que pude ver, no queda un milímetro de espacio libre entre el cuerpo de Mariela y las paredes de la roulotte.

—Entonces, ¿todo lo que veo es tuyo? —le pregunté una mañana al percatarme del abombamiento que sufre su vehículo. Aquel día pensé que si Mariela seguía engordando acabaría por reventar la caravana.

—Todo es mío: mi cuerpo y su caparazón —me respondió a través del ventanuco oblicuo de lo que fuera la cocina ambulante—. Me identifico con lo que soy y con lo que tengo. La mujer más gorda del mundo es, a la vez, un cuerpo, un alma y su continente. Lo que ves. Toda mi vida puede resumirse aquí, y cabe en lo que soy.

Al notar un gesto de extrañeza por mi parte, Mariela continuó:

—Con el tiempo he prescindido de todos mis enseres, incluso de la vestimenta. Puedes suponer —susurró con picardía— que aquí dentro estoy desnuda. Si quieres, puedes echar un vistazo por cualquiera de las aberturas de la roulotte. Incluso puedes meter la mano y hundir tus dedos en alguna parte blandita de mi geografía. Soy como una masa de pan caliente, recién horneada.

La mujer más gorda del mundo aceptó la bandeja de pasteles que le ofrecí y los fue devorando a medida que se los iba metiendo en la boca a través de la ventana. Me dijo que le encantan los dulces, pero tampoco hace ascos a los calderos de patatas hervidas y coliflor con que la obsequian los vecinos más voluntariosos.

—El secreto está en aprovecharlo todo —me confesó—. La gente normal no asimila ni la quincuagésima parte de lo que ingiere. El resto lo defeca o lo hace desaparecer por otras vías. En mi caso, no hay pérdida. Ni siquiera evaporación por el sudor. Todo lo que ingiero, permanece en mí, sin disminución ni desgaste. Cuál sea mi metabolismo es algo que se le escapa a la mejor ciencia de nuestro tiempo. No prescindo de nada. Lo aprovecho todo. Ese es el secreto de mi ampulosidad.

Una vez por semana, los operarios de parques y jardines enchufan su manguera más robusta por un agujero que han practicado en la techumbre de la roulotte y dejan que el agua fluya por el interior de su vivienda para refrescar a Mariela y mantener la higiene del cubículo.

—No es que yo sea demasiado grande —concluye—. ¡Es que tengo poco espacio!